La celebración de la Eucaristía comienza con el saludo del sacerdote, e inmediatamente, a continuación, sin esperar más, se invita a la comunidad presente a pedir perdón. El sacerdote dice: «para celebrar dignamente estos sagrados misterios, reconozcamos nuestros pecados».
¿No es llamativo y sorprendente que empecemos así la Misa? ¿No podría hacerse de otra forma? ¿Por qué este comienzo, que parece incluso algo abrupto, que de pronto nos para en seco?
Bien pensado, es un acierto comenzar así, pidiendo perdón a Dios y pidiéndonos perdón unos a otros. Qué sabio es poner primero los contadores a cero, resetear nuestro corazón, hacer hueco y preparar espacio para lo que va a venir a continuación, ¡una experiencia de comunión!
Pensemos en lo que ocurre tantas veces en Nochebuena, cuando nos reunimos con la familia. Frecuentemente la tensión se palpa en el ambiente. El distanciamiento con alguno de los familiares no ha hecho más que aumentar desde el año anterior. ¿Es esta forma sentarse a la mesa? Sin reconciliación, tratar de hacer fiesta con aquellos con los que tengo una relación tan fría y distante se hace casi imposible. La discusión parece inevitable; hay silencios y malas caras. La cena de Nochebuena se convierte en una pesadilla.
Qué sabia la liturgia puesto que nos dice: «primero reconcíliate con tu hermano, luego siéntate a la mesa». Si pedimos perdón y reconocemos nuestra fragilidad, de pronto el espacio de fraternidad se abre y es posible el encuentro.
Y qué bueno que este pedir perdón se llame Acto Penitencial. Nombre que despierta la curiosidad, sin duda, pero que nos hace ver que pedir perdón siempre tendrá algo de penitencia, de esfuerzo penoso, porque no resulta nada fácil ese ejercicio de reconocimiento de las propias faltas ante Dios, ni ante los demás.