Hace poco escribía sobre cómo el dejarnos llevar por pequeñas cosas, pequeñas rebajas que hacemos en nuestra moral, nos pueden ir alejando de Dios y por ello hacernos pecadores por omisión, no tanto por el mal que hacemos, sino por el bien que dejamos de hacer. El planteamiento es sencillo: los pequeños totales del día a día son los que, sumándolos al final de un tiempo, hacen que nuestro pecado se convierta en ingobernable y no sepamos cómo hemos llegado hasta ese punto en el que no sabemos ni dónde estamos, ni dónde hemos dejado a Dios.

Primero tenemos que pedir lucidez para saber en qué nos hemos dejado llevar por la dinámica del pecado, del prestar oídos al mal espíritu: total, por esta vez que no vayas a clase; por esta vez que digas una mentirijilla; por una vez que centres todo tu amor en ti mismo de manera solitaria; por una vez que no señales una injusticia; por una vez que… Estas son pequeñas rebajas y rendijas que le dejamos al pecado para entrar en nuestra vida cotidiana, son las que nos alejan del amor a Dios, nos alejan del amor los demás y del amor a uno mismo como Dios te ama, dándote a los demás como hizo Jesucristo. Pero, ¿qué hacer cuando hemos reconocido estas situaciones que nos quitan la paz y nos remueven la conciencia? ¿qué hacer con aquello que hacemos mal y no sabemos apartar, porque en el fondo es el camino más cómodo, fácil y agradable? Jesús nos invita a estar reconciliados con los demás antes de cualquier oración (Mt 5, 23-24) e incluso que eliminemos cualquier engaño de nosotros mismos (1Jn 1, 8), y la Iglesia propone el sacramento de la reconciliación –al menos– una vez al año.

Durante el tiempo de Cuaresma muchos cuidamos y preparamos cómo será la celebración de la Semana Santa (con celebraciones de pascuas parroquiales, juveniles y universitarias), pero puede ser también una oportunidad privilegiada para preparar el sacramento de reconciliación. Que cada vez que nos digamos ese «total…», podamos hacerle frente al pensamiento que viene del mal espíritu y reconozcamos que eso nos aleja del amor de Dios. ¿En qué pensamiento, palabra, omisión o acción no dejo que me guíe el amor unitario a Dios, a los demás y a mí mismo? ¿Qué cosas he hecho en este último tiempo que me pesan internamente y quisiera quitar de mis espaldas? ¿Por qué me guía más la vergüenza de reconocer que no soy Dios y no la experiencia de misericordia que es lo que está en el corazón del sacramento de reconciliación?¿Por qué dejo que el falso argumento de pensar que no sirve de nada eso de la confesión, me guíe, y no dejo que me guíe el amor al –y del– Padre?

Quizás es este un buen momento para prepararme y para acercarme a celebrar la reconciliación. Y si no tengo mucha práctica, o no entiendo muy bien de qué va, poder hablarlo con alguien que me pueda ayudar a comprenderlo. Para poder celebrar ese momento en el que pongo las cartas boca arriba, en el que pido perdón por los totales insuficientes, en el que descubro que Dios me dice, una vez más que cuenta conmigo. Ojalá pueda vivir ese  sacramento de la reconciliación con sinceridad para que sea el buen espíritu quien gane la batalla del total, pues es lo que de verdad importa.

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