Si fuésemos caminando por las calles de nuestra ciudad y nos encontrásemos con un edificio en llamas, posiblemente, lo primero que haríamos sería llamar a los bomberos. Después, nos interesaríamos en saber si ha habido víctimas y si hay algo que pudiésemos hacer por ellas. Seguramente, nos pasaríamos varios días afectados al haber presenciado un suceso de tal magnitud.
Sin embargo, aún nos quedaríamos más consternados si viésemos cómo otro de los viandantes, al percatarse del fuego, corriese sin pensárselo hacia la construcción en llamas. Este ciudadano se introduciría en el fuego sin ningún tipo de protección. Se estaría exponiendo ante un peligro tan grande que todo nos haría suponer que de allí no saldría con vida. Seguramente, pensaríamos que habría perdido el sentido común.
A primera vista, lo sensato hubiese sido llamar a los profesionales para que pusiesen remedio a un riesgo de tal calibre. Pero si nos explicasen que entre las llamas se encontraban los hijos de esta persona, entonces ya lo comprenderíamos todo. Algo que aparentemente no tiene ninguna lógica comienza a tener sentido cuando entra en juego el amor.
Pues bien, en Navidad los cristianos celebramos que el Hijo de Dios ha visto nuestro mundo. Su mirada se ha conmovido al ver el sufrimiento de tantos hombres y mujeres y ha decidido hacerse uno de nosotros para sacarnos de las llamas. Ha venido sin ningún tipo de traje protector. Se ha hecho frágil, indefenso, niño. Si tiene que padecer por nuestra salvación, así lo hará. Pero no puede quedarse sin hacer nada mientras ve cómo sufre la humanidad.
Cada vez que adoramos al Niño, estamos reconociendo que Jesús ha querido entrar en nuestro mundo sin reservarse nada. Hacemos reverencia ante una imagen que nos habla de la lógica del amor. Un amor que no calcula los riesgos personales que se corren por hacerse vulnerable, sino que se hace niño para salvar a los que tanto quiere.