Hay cosas del mundo que no nos gustan, y esto nos desespera.
Y nos desespera, a veces, porque nos sentimos demasiado jóvenes para tener influencia suficiente, porque sentimos que no somos importantes, que no se nos hace caso. El mundo está hecho por y para ‘los mayores’, y a los jóvenes y nuestras cosas no se nos escucha. Se nos considera ingenuos, inexpertos, sin autoridad: ¡cuánto nos falta saber de lo que es el mundo!
Y lo que tememos es que tras estas palabras se esconde el mensaje de que «saber lo que es el mundo» no significa más que acomodarse a este mundo tal y como es, dejar de soñar, no creer que las cosas puedan ser de otra manera, no atreverse a intentarlo, tirar la toalla.
Y esto sí que nos desespera de verdad. Porque muchos hombres y mujeres que parecen inteligentes y preparados, muchas personas con responsabilidad, mucha gente que sabemos que es buena y que desea un mundo justo, han dejado de soñar, han dejado de intentarlo; y viven dejándose convencer por la inercia embrutecedora que reafirma una oficina, un trabajo y un ahorro que eclipsan el sueño en un mundo mejor, el valor profundo del tiempo gratuito compartido con un amigo, la fe revolucionaria que mantiene la expectación del niño que todos tenemos dentro o el cuidado valioso de las pequeñas cosas que construyen un mundo más ecológico.
Ojalá seamos más los que nos atrevamos a intentarlo. Ojalá el formar parte de la vida adulta no tenga que significar renunciar a los sueños. Ojalá los desencantos que conlleve el encuentro con algunas realidades del mundo no ahogue nuestra mirada esperanzada. Ojalá las responsabilidades asumidas no pesen tanto que nos hagan incapaces de emocionarnos ante la persona que pasa frío y hambre.
Seremos muchos o pocos. Pero seremos felices; en los detalles pequeños de austeridad agradecida que cuidan de este mundo globalizado en el que todo está conectado, en el encuentro con un Dios que nos haga a todos familia, en el tiempo regalado a los más pequeños.
El aparente inmovilismo inevitable no nos detendrá.