Cuando acabas el instituto casi ni se nota. Hay un cambio grande, claro. Pero en definitiva es lo mismo: clases y exámenes a superar. Los objetivos vitales van cambiando. Empiezas a pensar en el futuro más a menudo, te planteas preguntas un poco más difíciles que qué optativa será la menos aburrida o si ese chico o chica realmente me está mirando o no. Pero la rutina del día a día es prácticamente igual. Clases, estudio, salir de vez cuando, preocuparte por las notas, algún trabajillo para ir tirando y sacarte algún viaje a algún lugar chulo o comprarte la ropa que te gusta, o pagarte el Spotify… Pasitos breves.
Luego se acaba la universidad, y la rutina cambia. Ya no hay exámenes, ya no se trata de ir tirando, sino de conseguir dar un paso mayor, un salto al vacío que sabes, o intuyes, que va a cambiarte la vida por completo y que vas a tener que hacer sin red. Sin posibilidad de recuperar en septiembre. Y ese vértigo te acompañó en tus primeros pasos. Buscas la independencia, salir del hogar y empezar tu vida, y tal vez incluso lo conseguiste. Un alquiler asumible, compartido quizás, un trabajo casi estable, aunque vas encadenando contratos y ya has perdido la cuenta, algún caprichito de cuando en cuando, malabarismos con facturas y descubrir todas esas adulteces que te asustan y te hacen reírte de lo mayor que eres, impuestos, llamar al fontanero, lidiar con la jefa, encajar tu horario con el de Mercadona… Una vida no definitiva pero que va preparando para poder dar el siguiente paso que quieres: comprarte una casa, formar una familia, dar el salto a tu propio negocio, crecer y entrar en la rutina de los adultos. La que tus padres te contaban y has visto mil veces.
Pero ahora ese siguiente paso parece imposible. No es solo la pandemia. La precariedad nos lleva acompañando unos cuantos años y el lema «Juventud sin futuro» lleva apareciendo desde hace diez años, casi. Pero echamos una mirada atrás y vemos que los problemas de precariedad y paro no solo siguen ahí, han empeorado.
¿Indignarse no sirve de nada? Esto es una trampa. Porque la cuestión no es o salir a la calle o quedarse en el sofá. Tenemos que intentar romper con esos discursos que nos llaman a la protesta como solución y no como medio –y las recibimos de todo el arco político– y que nos acusan de que si estamos así es porque no protestamos, porque nos limitamos a quejarnos sin arremangarnos. Y tenemos que romper con estos discursos porque nos conducen a una misma falacia: la culpa en realidad es tuya, de tu pasividad, de tus sueños disparatados. No, no eres el culpable de la precariedad. No eres culpable de no querer trabajar, de poner tus principios por encima de los que te quieren imponer, no eres culpable de soñar con una vida tranquila y mejor que la de tus padres. No es solo tuya, al menos.
Hay mucho de dinámicas sociales que nos arrastran, de decisiones que nos olvidan como generación porque somos menos que las generaciones más mayores. Mucho de oportunismo y de agrandar la brecha de riqueza y aprovechar las crisis que hemos ido padeciendo para el enriquecimiento de unos a costa de otros. La indignación nos ha ido dando paso a la desesperación de sabernos pequeños en un mundo inmenso que se mueve como un gran petrolero en el que cada mínima variación de rumbo requiere un enorme esfuerzo y mucho tiempo.
Por eso mismo estamos llamados al esfuerzo común, al cuidado mutuo, a alimentar una esperanza que parece que nos han robado, pero junto a la que podemos caminar, sin ahorrarnos sinsabores, pero sin detenernos, confiados en el sueño de un mundo más justo e igualitario, donde las oportunidades sean derecho y no regalo y donde lo recíproco gane terreno a la tiranía del yo. Donde podamos formular un futuro en segunda persona del plural, sabiendo que solo queremos avanzar si lo hacemos todos juntos, sin dejar a nadie atrás. Garantizando que todos podamos dar el siguiente paso.