Algunos ponen el acento en proteger la vida, otros en los derechos de los excluidos. Los hay que ponen el énfasis en la defensa de la educación, de la sanidad e incluso de la ecología. Y así una lista considerable de causas tan justas como necesarias. Con distintos matices y siempre pendientes de encontrar su identidad en la diferencia. Son los partidos políticos. Cuantos más hay, más nos damos cuenta de una realidad: ninguno se adapta al ideal del Reino de Dios. Al menos con el que cualquier cristiano en sus cabales sueña para una sociedad justa.
Resulta curioso cómo cuanta mayor es la oferta, el número de indecisos crece. Puede que a ti también te pase, que si añades el factor cristiano, la ecuación se vuelve aún más complicada. Sabiendo que esto de ir a las urnas resulta cada vez más complejo –a veces la duda es buen síntoma–, hay dos aspectos que no podemos olvidar.
Los partidos políticos son reflejo de lo que hay en una sociedad. La contradicción entre lo que predicamos y lo que hacemos, las promesas al viento con el baño de realidad, la buena intención con la corruptela propia del paso del tiempo. No obstante, más allá de las grietas de un sistema imperfecto, el cristiano tiene algo que decir en política. No necesariamente pasa por participar en la carrera electoral –ojo, faltan políticos cristianos–, sino por reconocer que esto sí va con nosotros. Nuestro compromiso pasa por ser actores y no simples espectadores.
Y sobre todo, a diferencia de otros modos de entender el mundo, tenemos libertad de conciencia. Por muchos condicionamientos externos e internos, prejuicios o ideas preconcebidas hay un punto en que decidimos solos. Para nosotros es evidente, sin embargo en otros tiempos y lugares no lo es tanto. Cada cristiano deberá hacer el esfuerzo de ejercer su libertad en mayúsculas y pasar por su conciencia, una y otra vez, qué papeleta –siempre imperfecta– se ajusta más a lo que cada uno sueña como Reino de Dios. Eso sí, no vale todo.