Discernir qué hemos aprendido en estos dos meses no es sencillo, principalmente porque necesitaremos la distancia del tiempo para decantar el poso valioso de estas semanas duras que hemos vivido. Un tiempo convulso al que nuestras emociones y nuestra espiritualidad no han sido ajenas. Confieso, y creo no ser el único, que más de una vez he sentido el vértigo de la incoherencia al responder a todos los frentes que se nos iban abriendo. Vivimos a una velocidad altísima, incluso ahora que hemos tenido que frenar, y no es el mejor ingrediente para una buena reflexión.

¿Qué he aprendido en este tiempo? ¿Qué huellas quiero que marquen mi vocación sacerdotal? ¿Qué le ha dicho a un seminarista diocesano todo esto que nos ha sucedido? No es fácil, queda mucho por cribar. Pero hay cinco calificativos que me gustaría mantener siempre en mi vocación: elocuente, real, sensible, arraigada y creativa.

Una vocación elocuente. Estas semanas ha surgido una doble pregunta ¿dónde está la Iglesia? ¿Por qué no se ve lo que hace? Nuestra presencia se vuelve invisible en un mundo que ha cambiado y en el que nos cuesta situarnos. Por eso la vocación sacerdotal debe ser hoy elocuente. No basta el título, hay que hablar con los hechos. Como lo ha hecho la presencia significativa de sacerdotes y diáconos al pie de los sepulcros. Una vocación que habla de su valor estando en el lugar debido, sirviendo donde más se le necesite.

Una vocación real. Saber dónde se debe estar es ante todo un ejercicio de realidad, de apartar los velos, filtros y repintes con los que coloreamos el horizonte. Nuestra vocación es en este hoy, el de nuestra sociedad. También el de nuestra realidad como Iglesia, aceptando las dimensiones y fuerzas que estos días han quedado a la vista con bastante claridad. No podemos vivir de la imagen bienintencionada de un pasado glorioso, ni anhelantes de un futuro restaurado. El presente es un regalo, y estamos llamados a amarlo.

Una vocación sensible. Nunca habíamos estado rodeados de una sensación de mortandad general como ahora. Tanto dolor sin espacio a expresarse, tanto sufrimiento acallado, tantos sentimientos reducidos a cifras. Estas semanas solo hemos podido trasmitir nuestros sentimientos parcialmente, mediante un wasap, una videollamada, un tuit… Necesitamos sentir el sufrimiento y las alegrías de los demás como propios, solo así podemos acompañar y no atender. Solo dejándonos tocar por la vida del otro, podremos hablarle de una Vida que da sentido a esa vida que compartimos.

Una vocación arraigada. La crisis de la COVID es un vendaval que zarandean nuestra vida. Solo aquello que está arraigado en lo fundamental se mantiene. Hemos visto que muchas de nuestras ideas pastorales, de nuestros ‘grandes problemas’, de nuestras urgencias se las ha llevado por delante la COVID. Habíamos cuidado más las ramas que la raíz, a veces incluso más los problemas que las personas. Este tiempo nos debe ayudar a discernir que es imprescindible, a poner las fuerzas en lo constitutivo, a arraigarnos en Dios que es quien da sentido a la vocación.

Una vocación creativa. No podemos vivir siempre de lo conocido, o depender de lo que nos den a conocer. Una pregunta que ha macerado mi vocación estas semanas ha sido ¿tú como seminarista que puedes hacer? No se trata de ver nuestra capacidad, nuestra originalidad o autosuficiencia. Se trata de que nuestra respuesta al Señor tiene que ser propia, creada desde lo que somos y para los que somos enviados. Las formas y las sensibilidades son múltiples, pero nuestra vocación debe ser creativa, capaz de encontrar la grieta en la que poder sembrar la semilla del Reino.

Puede que falten muchas cosas, que sea matizable o escaso, pero creo que son cinco aspectos que pueden ayudarnos a seguir viviendo la vocación sacerdotal, y en buena medida las demás vocaciones, en este tiempo nuestro, marcado para siempre por la COVID-19.

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