El otro día, mi profesora de la universidad puso esta frase en grande en la pizarra, no como ironía ni como una advertencia, sino como un consejo sincero: sed buenos pero siempre mostrándolo, haciéndolo notar, “fardando”. Esto me dio mucho de lo que pensar, tanto que lo lleve a mi oración, a como Dios afrontaría esta frase y modo de vivir.
Mi primera reacción impulsiva fue clara: no, no seas bueno para ti ni para mostrarlo, se lo para el resto. Sin embargo, intente buscar respuesta entre los valores cristianos, entre aquello que el Señor nos enseña para actuar en nuestro día a día. Fue entonces cuando caí en la cuenta del enfoque que Dios daba a esta frase en nuestras vidas: que nuestras acciones hablen de nuestra fe. “Ser buenos” significa vivir con amor, misericordia y compasión, mientras que “parecerlo” hace referencia a testimoniar, a transmitir que nuestras acciones vienen del amor que Dios nos da, y a conseguir contagiar ese amor los unos a los otros.
Hay personas, especialmente jóvenes, que solamente van a oír hablar de Dios a través de nosotros. Justamente por eso tenemos que ser reflejo del amor de Dios a través de cómo actuamos, y asegurarnos que nuestros gestos llevan la firma de nuestra fe. En estos hechos reflejaremos entonces la autenticidad de nuestra fe en la vida cotidiana, dando un testimonio coherente y visible de la bondad que compartimos. Así, mostramos que lo generosos que somos tiene su origen en Dios.
Sin embargo, debemos ser cautelosos ante la tentación del egoísmo o la búsqueda de autorrealización, aunque nuestra voluntad sea siempre la entrega. Es muy fácil “ser buenos” para sentirnos bien, y “parecerlo” para asegurarnos que nuestra virtud deja huella en nuestro nombre. De ahí la importancia de darle un sentido a las cosas, un porqué, incluso un propósito a nuestra vida. Un sentido con Dios, cogidos de su mano y actuando como Él lo haría. Qué importante es darnos cuenta que detrás de nuestras acciones, aunque a veces se pueda esconder el egoísmo, está la voluntad de querer seguir a Jesús y de querer vivir nuestra vida plenamente devota. Porque al final, no se trata de que nos vean siendo buenos, sino de que nuestras acciones reflejen el amor de Dios en el mundo, dejando una huella de bondad que hable por sí sola.