A veces tengo la sensación de que los cristianos, o los que tenemos alguna responsabilidad dentro de la Iglesia, tuviéramos que estar demostrando que somos «buenos», siempre expuestos al criterio y al juicio de los demás.
 
Creo firmemente que los seguidores de Jesús no estamos llamados a eso, sino que estamos llamado a incomodar –que nadie lo confunda con ser borde, desagradable, intolerante, prepotente ni maleducado, porque no es eso–.
 
Con ese «incomodar», me refiero a descubrir que quizás una de nuestras llamadas más necesarias hoy es a decir y hacer cosas que hagan cuestionar lo que hace nuestra sociedad. «Incomodar» para hacer caer en la cuenta de que el verdadero sentido de la vida es el servicio y la entrega a los demás. «Incomodar» para ayudar a volver a la vida y salir de esa zona de bienestar donde todos son derechos, quejas y críticas que encubren egoísmo. «Incomodar» para salir de esa dinámica insano que nos hace sentirnos el centro del mundo queriendo que todo gire a nuestro alrededor. «Incomodar» para entender que no hay que tener miedo a que surja el conflicto por decir y hacer cosas impopulares, pero que merecen la pena de verdad. «Incomodar» para poner criterio y sentido a lo que nos toca vivir desde el Evangelio. «Incomodar» para hacer entrever que otra forma de vida y otra manera de vivir es posible, desde Dios para los demás.
 
«Incomodar», sí, «incomodar», porque es el momento y es el lugar, sabiendo que en esto no somos los primeros, sino los seguidores de Jesús de Nazaret.

 

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