A raíz de la ordenación diaconal, mucha gente me pregunta: «bueno, ¿y después qué harás?» Y algunos se sorprenden cuando respondo: «pues después… haré lo mismo que ahora». Y es verdad, porque, hacer, seguiré haciendo lo mismo: seguiré yendo a clase, estudiando, echando una mano en la catequesis de la parroquia, colaborando en la casa de acogida de Cáritas, acompañando espiritualmente… Lo que no siempre se capta es que la ordenación no es una graduación, un cierre de etapa o un punto y aparte, sino un punto de inflexión donde se hace lo mismo, pero de un modo distinto.
Es verdad que ahora podré participar en algunos sacramentos de un modo especial, pero eso no significa haber alcanzado una posición superior, sino que es una llamada a ser mucho más consciente de la responsabilidad que se me confía.
En estos momentos previos a la ordenación, haciendo balance de los años como jesuita, descubro que mis superiores siempre me han enviado a tareas pastorales que tienen que ver con la catequesis a niños y con el estar con los últimos. Y eso es precisamente la principal tarea del diácono: la proclamación del Evangelio a todos y el servicio a los pobres.
Aunque podrían parecen cosas independientes, la ordenación las une de un modo inseparable: no se puede anunciar la Buena Nueva que Jesús deseó para todos, pero especialmente para los que más sufren, si luego no se está con ellos. Pero ni la Palabra ni los pobres se pueden servir de cualquier modo, sino que él nos enseñó cómo hacerlo: desde abajo, arrodillados, sin paternalismo sino dejándose envolver por ambos, haciéndonos hermanos. Y sólo así la Buena Noticia proclamada permitirá ver las buenas noticias que tenemos en la vida cotidiana, en lo de siempre, pero ya no como siempre.