Después de 14 años en la Compañía de Jesús, al acercarse el momento de mi ordenación sacerdotal, recuerdo las palabras que me dijo un compañero pocos días después de mi entrada al noviciado: la ordenación llega después de mucho tiempo de preparación y entonces uno se da cuenta de que nunca estará preparado para ella.

Estos meses de estudio en Roma me han ayudado a poner palabras a una intuición que he ido viviendo estos años. Y es que, la vocación sacerdotal (como toda vocación cristiana) no se basa en una búsqueda de la felicidad personal o de la realización humana, sino más bien un camino de conformación y configuración con el Dios de Jesucristo, desde una plenitud que no se acerca demasiado a aquella que deseamos de manera natural.

Por ello, creo intuir que el sacerdocio no será esa felicidad de la que a veces hablamos cuando damos testimonio vocacional, ni tampoco la que aparece en los bailes y euforias que se publican en las redes sociales. No, se trata más bien de un entender la vida desde una entrega llamada a trascender nuestros traicioneros estados de ánimo, comprendiendo que se trata de algo más grande. En el fondo, la vida de Jesús fue una entrega total y feliz de sí mismo, pero sería ingenuo imaginar que en el momento de la Última Cena, al lavar los pies a sus discípulos y partir con ellos el pan, lo hiciera con la euforia con la que nosotros a veces hablamos de nuestra entrega. Esta felicidad, esta entrega sacerdotal de la vida, tiene que ver más con ese «amar hasta que duela», del que hablaba santa Teresa de Calcuta. Con una felicidad profunda, discreta y capaz de encajar incluso aquellos momentos en los que nuestras fuerzas nos pidieran abandonar, pero la voz de Dios en nuestro interior, y el clamor del mundo, nos llaman a seguir entregándonos con Cristo junto al pan y el vino.

A pocos días de mi ordenación, desde mi propia experiencia de vida religiosa y la de muchos de mis compañeros, también intuyo que en el sacerdocio no encontraré la realización humana que podría hallar desde otra opción de vida. Creo que la vocación religiosa y sacerdotal hablan de la entrega de la vida y de las propias capacidades a una realidad mayor que el proyecto personal, como es el Reino de Dios, que no está ni aquí ni allí, porque está en medio de nosotros (Lc 17, 21). Un Reino que es tan palpable como inalcanzable, tan de la Tierra como del Cielo. Un Reino que se construye desde la entrega alegre de la vida, desde la renuncia feliz, que integra nuestros enfados y decepciones cuando no entendemos por qué debemos hacer las cosas o donde nos lleva la vida. Un Reino que se descubre naciendo en cada paso de nuestra peregrinación. Un Reino que es ofrenda del pan y el vino (de nuestro trabajo), que Dios transforma en su Cuerpo y en su Sangre.

Es fácil hablar de unas realidades tan profundas como estas a pocos días de mi ordenación sacerdotal, cuando todo está inundado por la consolación, la alegría y la ilusión. Por eso, mi primera petición, sería que, cuando lleguen los nubarrones de la vida y me sienta cansado y desanimado, pueda recordar estas palabras y vivencias y experimentar que son la verdad de mi vida, trascendiendo incluso mi estado de ánimo. Pero, con todo, creo que la petición más importante, a pocos días de ser ordenado, es la de que mi vida sea cada vez más conformada y configurada con Cristo desde la entrega, trascendiendo incluso mi estado de ánimo a Dios y a los demás (en especial de aquellos que experimentan cualquier tipo de pobreza). Algo que pido de corazón y con emoción, con palabras de nuestra tradición ignaciana: «alma de Cristo, santíficame», «dadme vuestro amor y gracia, que esta me basta».

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