Alguien me lanza una pregunta indiscreta: ¿qué se siente una semana antes de ser ordenado diácono? Hace 12 años que entré en la Compañía. Aquella decisión ya me pareció un mundo. Dejarlo todo y entrar en el Noviciado de los jesuitas… Hacer voto de pobreza, castidad y obediencia perpetuas… Y ahora me veo ante un nuevo paso definitivo: ser ordenado diácono y, más tarde, sacerdote. Un montón de sentimientos se entremezclan en mí.
Lo primero que encuentro son nervios. Un estado agitado que piensa en la ceremonia, en que todo salga bien, en los regalos que la gente te hace, en los amigos que pueden venir y en los que no podrán estar. Supongo que es lo más parecido a lo que siente un novio pocos días antes de su boda. No me libro de esas ‘distracciones’ aunque recientemente me haya ido unos días de retiro espiritual para afinar mejor. Eso está ahí… pero ciertamente no es lo que más habla de mí.
Doy un paso más profundo y me sitúo a otro nivel. En apenas una semana serviré la Mesa de la Eucaristía, predicaré la Palabra, celebraré los Sacramentos… Demasiadas mayúsculas. Me sé indigno, inconsciente, distraído. ¿A quién voy a mentir? ¿Sé lo que voy a prometer y realizar? ¿Ante quién me sitúo cuando preparo mi primera homilía? Sólo puedo bajar la cabeza porque soy consciente de todas mis incoherencias y mis ambigüedades. Pero, gracias a Dios, esto tampoco dice toda la verdad sobre mí.
Doy un último paso, más adentro. Y llego a un nivel donde siento quietud y calma. Allí brilla una de esas pequeñas velas de té, con su llama frágil pero constante. Allí encuentro una mirada que no se detiene en mi incoherencia. Un silencio que me invita a detener mis pasos. Es a la luz de esa mirada y de esa llama, donde todo tiene sentido. Resuena entonces la frase del Ritual de la Ordenación: «Él que comenzó en ti la obra buena, Él mismo la lleve a término».