El término «inclusión» es de esos que cada vez oímos más, asociado a distintas propuestas y reivindicaciones sociales. Posiblemente hayan tenido mucho que ver los desastres del siglo XX, con el auge y caída de los totalitarismos, así como la descolonización y los sistemas económicos que producen descarte. Vamos cayendo en la cuenta de que los sistemas sociales tienen puntos ciegos, donde algunas personas que por diversos motivos no encajan son abandonadas a una vida truncada e incluso a la muerte.
Por una parte, podemos decir que efectivamente hay una inclusión evangélica. Si vemos la vida de Jesús, muchos de sus encuentros son con personas que estaban fuera del sistema social, por motivos como el pecado o la enfermedad. Frecuentemente, Jesús incluso transgrede las normas de su tiempo para buscar a los que estaban perdidos, para sanar, restaurar y perdonar. Jesús llama la atención sobre los pequeños, los que no cuentan, y dice que quien los acoge a ellos lo acoge a él. La misma fe católica significa «universal», pues «Dios quiere que todos se salven y lleguen al conocimiento de la verdad».
Por otra parte, hoy encontramos también otras comprensiones de la inclusión. Simplificando, se podrían englobar en la crítica posmoderna. Estas propuestas surgen de una reflexión crítica sobre las estructuras de poder y los presupuestos que las sustentan. Aunque hay intuiciones valiosas en estas corrientes, me atrevo a señalar algunos riesgos y deficiencias. En su afán por criticar las estructuras que generan opresión, la posmodernidad puede terminar deconstruyendo y disolviendo toda estructura, toda noción de bien, de verdad o de valor. De esta forma, todos quedan incluidos, pero ya no se sabe bien qué valor aporta ese colectivo en que están todos, o por qué es deseable estar incluido en él.
La propuesta evangélica tiene un fundamento claro: Dios revelando en Cristo. Dios es el centro que une y el que posibilita la convivencia en la diversidad, el que ofrece la vida plena a cada persona porque la ama.