En la tarde de ayer un hombre en Algeciras ha matado a machetazos al sacristán de una iglesia, hiriendo de gravedad a tres personas, entre ellas a un salesiano jubilado que en el momento de redactar este texto se encontraba muy grave. El asesino, que ha sido detenido inmediatamente, se trata de un varón de origen magrebí. La policía investiga si se trata de un atentado terrorista o es simplemente una persona con las facultades mentales perturbadas (como si los terroristas no tuviesen precisamente sus facultades mentales muy perturbadas).
No hay nada más peligroso que escribir justo después de un suceso. Existe la tentación de ser excesivamente comedido o la de caer en la demagogia más simple y populista. Pero la verdad es esta: ha habido un ataque a la Iglesia Católica. Da igual que sea el atentado terrorista de un lobo solitario o el brote psicótico de una persona enferma: hay un sacristán muerto, un cura mayor muy grave y otros dos heridos. Y todo esto a machetazos.
Hace unos años, en julio de 2016, dos terroristas islamistas irrumpieron en la iglesia de Saint-Étienne-du-Rouvray, en Francia, y degollaron al padre Jacques Hamel, un sacerdote anciano de 85 años. Era el primer martirio de un sacerdote en Europa occidental desde 1945 cuando los nazis ejecutaron al jesuita Alfred Delp. Hasta entonces eso de atacar iglesias era algo que sonaba lejano e improbable, propio de países en guerra o de feroces dictaduras.
Quizás sucesos como el de esta noche nos recuerden que aún hoy hay lugares del mundo donde existe una Iglesia perseguida y martirizada. Donde te juegas la vida por ir a misa o por dar catequesis. A la Iglesia la matan por defender a los indígenas en México o simplemente por el hecho de existir en Iraq, Siria o Egipto.
Recemos por las víctimas. Y recemos también por quien lo ha hecho. Ojalá tengamos fe suficiente para no dejarnos llevar por la rabia y repetir las palabras de Jesús en la cruz: «Padre, perdónale porque no sabe lo que ha hecho».