El despertador sonó a las 7:30 h. Estiré el brazo para acabar con el ruido estridente que rompía la placidez de mi sueño. En la ducha el agua caía sobre mi piel dormida. Empecé a vestirme a fuego lento y entonces me di cuenta de que iba tarde. Me vestí a toda prisa sin tiempo de ordenar la habitación, salí de casa dando un portazo, fui a por mi vieja moto corriendo, apreté el acelerador sin mirar, aparqué en la puerta y entré al trabajo sin apenas saludar… Al mediodía, en un bar, insistí en que tenía prisa pero no parecieron inmutarse… No pude esperar a que saliera el bocadillo, me fui sin decir nada. Quería llegar puntual a la estación y despedir a una persona querida. En el trayecto todo se puso en mi contra: un grupo de personas que impedían mi paso, otros conductores inútiles, la grúa municipal que ocupaba todo el carril, los peatones que se tiraban a los pasos de cebra… Mi camino parecía una carrera de obstáculos y la bocina echaba humo.

Cuando llegué, mi amiga ya se había ido y ni se había enterado del esfuerzo que había hecho por llegar a despedirla. Me invadió la rabia. Por un pelo, pero no había llegado. Maldito atasco, malditos municipales, grúa, camareros, peatones… maldita moto descacharrada. Con desolación me senté en un banco con el cuerpo inclinado para adelante y los codos apoyados en las piernas; mi cabeza daba vueltas como un torbellino. Me sentía mal, me sentía solo. Todo el día había sido un ‘sinvivir’, todo el día… Poco a poco una tímida calma empezó a invadirme, me eché hacia atrás… Miré a mi alrededor y me di cuenta de que la estación de tren estaba reformada. Habían colocado unos paneles eléctricos, unos bancos modernos y cómodos, una enorme cristalera…

Entonces, al otro lado del cristal de la estación, vi que una mujer embarazada empujaba un coche de niño, intentaba con desesperación subir los tres escalones que tenía ese incómodo andén. Con tensión en su mirada, observaba a la gente pasar a su lado con prisa. Gente joven, como yo, pasaba rozándola y, ciegos en su andar ligero, no se detenían a ayudarla.

Me compré un paquete de maíces tostados y mientras lo comía me di cuenta de que estaba rodeado de «gente-espejo»: personas en quienes las necesidades de los otros solo se reflejan y no son capaces de desviar un ápice su ruta, personas que en definitiva van a lo suyo, sus prisas, sus citas, sus urgencias, poco permeables a las necesidades y a las historias ajenas.

Recordé que tenía que sacarme unas fotos para el DNI y con las últimas monedas sueltas me metí en la antigua cabina de fotos. Ajusté el asiento, se encendió la luz verde, puse cara seria y el flash me deslumbró. Al cabo de tres minutos salieron las fotos… ¡Yo no estaba, sólo había un destello!

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