Hace poco conversé con los jóvenes de aquí, en pleno Senegal, donde me contaban sus deseos de llegar a España. El Dorado donde se entremezclan sus sueños de ser futbolista y de tener una vida mejor, soslayando las realidades que muchos padecen y que pocas veces salen en la televisión.

Llevo días reflexionando sobre este momento. Sobre el presente y el futuro de estas generaciones. A la vez que envidio tantas cosas de las infancias libres y gozosas, que hacen del aburrimiento una creativa aventura diaria. Eso implica también una austeridad en lo material (como eufemismo en muchos casos de una pobreza que no deberíamos romantizar), una estructura social y unos patrones culturales, así como un anhelo de prosperidad que aceleran sobremanera los procesos haciendo que enseguida deban asumir sus responsabilidades dando por concluida, de forma abrupta y obligada, esa preciosa (pero demasiado fugaz) etapa de la vida.

Siento que desde nuestras atalayas de derechos, privilegios y comodidades a veces cuesta imaginarse las razones para jugarse la vida metiendo todos los miedos e ilusiones en un trozo de madera expuesto a las inclemencias del mar. Parece que asumimos que sólo si huyen de los males más atroces resulta aceptable acoger unas vidas expuestas a múltiples violencias.

Y, sin embargo, siento que describe muy bien la complejidad y la ambivalencia de los proyectos de movilidad humana, tan ordinarios y cotidianos, pero a la vez tan complejos y crueles. Me genera una enorme compasión. Si dentro de dos años algún amigo les dice que solamente con abonar una suma de dinero hay un lugar para ellos en la barca que sale esa misma madrugada, ¿cuántos de ellos no se subirían? ¿Cuántos de nosotros no nos subiríamos?

Tan sencillo, y a la vez tan y tan complejo.

 

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