Quizás en algún tiempo se equivocaron al pensar que Europa era una suerte de paraíso, la tierra de la justicia y de las democracias. Nunca imaginaron que cruzaban mares para entrar en el Estado burocrático, que los convierte en irregulares.
Últimamente tienen también que hacer frente al revoloteo de todo tipo de alimañas. Una suerte de asesorías jurídicas que tienen «mano» para agilizar los trámites, mientras que otros papeles metidos sin toga se encuentran con el cajón. Aquí aparecen contactos de WhatsApp que por 180 euros nos facilitan una de esas citas de asilo o residencia, imposibles de obtener porque las líneas nunca dejan de estar ocupadas. Un cálculo sencillo: el número de inmigrantes que pasan al día por estas instituciones, multiplicado por días laborables y por el precio al que se están vendiendo las atenciones, nos da una cifra que nos puede hacer pensar que la magnitud del fraude debe de tener raíces bien profundas dentro del alcantarillado público.
La nostalgia es un sentimiento del que no todo el mundo es capaz, para ello es necesario haber sido feliz. De tal modo que en nuestra vida no se hayan dado experiencias tan negativas que provocaran levantar compuertas mentales, que contengan la memoria.
Cuando una persona ha salido de su país vendiendo lo que tiene o pidiendo un préstamo, ha iniciado un viaje en el que ha ido sufriendo la necesidad de fragmentar su cerebro levantando tabiques que le impidan recordar aquello que le ha provocado el dolor de no sentirse ser humano, haber sido en algunos momentos únicamente animal u objeto. Como dicen tantos: «qué vamos a hacer, pagar no más…»
Solamente me gustaría que a todos estos que un día soñaron con el mito de Occidente, no les quitemos la posibilidad de sentir nostalgia de algo, de un instante, de algo que les hiciera pensar que mereció la pena haber vivido.