Necesitamos vivir la fe en comunidad, con otros. Es algo propio de la tradición católica y bastantes pastorales han pivotado sobre los llamados «grupos de fe». Y es bueno, que conste. Muchos recordamos momentos, conversaciones y personas con las que hemos compartido vida, consolaciones y muchas oraciones. Grupos donde el Señor estaba en el centro, y eso era capaz de irradiar todas las dimensiones de nuestra vida, de tal forma que reconocíamos -o seguimos reconociendo- a los otros como “amigos en el Señor”.
Sin embargo, hecha la ley, hecha la trampa. A veces podemos pensar -y se da bastante-, que nuestro grupo es un fin, y no un medio más para llegar a Dios. Entonces consideramos que si no estoy en mi grupo, con los míos, se acaba mi fe, y la fuente se seca, y cualquier atisbo de cambio comunitario es mirado con recelo. Y no asumimos el milagroso paso de los años y que, como dice el libro del Eclesiastés, “todo tiene su tiempo bajo el sol”. Y los grupos, no lo olvidemos, son mediaciones, ni más ni menos.
Quizás conviene volver a la experiencia de los primeros discípulos, que encontraban a Dios en su comunidad, y fueron capaces de reconocerlo más allá de su grupo inicial y de sus lugares de origen -algo de lo que los judíos no fueron capaces-, recreando otras comunidades hasta nuestros días. Y católico significa universal, eso incluye que debemos de ser capaces de vivir nuestra fe más allá de nuestras fronteras y de nuestros grupos de origen, incluso de aquellos donde nos iniciamos en la maravillosa aventura de la fe.