A menudo cuando hacemos un fuego, una hoguera, o incluso con una vela o más aún, con una cerilla, nos quedamos obnubilados mirándolo. Nos podemos pasar horas mirando sin pensar en nada o en todo. Viendo cómo se mueve sin orden, sin sorpresas, solo calentando nuestra cara, y si cerramos un rato los ojos notaremos los párpados más calientes. Pasa a veces que ese fuego no dura todo lo que nos gustaría encendido y tenemos que avivarlo, darle vida, y solemos soplarle o, si tenemos más madera, se la pondremos. Pero no todos los fuegos necesitan lo mismo. Unos necesitan oxígeno porque se están ahogando, otros necesitan madera y otros puede que lo que necesiten es agua porque se nos han ido de las manos.

Lo mismo ocurre con la oración. Es un fuego que podemos estar largo rato mirando, sin pensar en nada o pensando en todo. Poniendo nuestra vida en ese rato o simplemente dejándonos sorprender por el silencio acompañado del Padre. Hay ocasiones en que tenemos mucha madera que echar al fuego, y otros momentos en los que nos faltarán ramillas con las que avivarlo; pero tenemos que elegir los troncos pensando qué fuego queremos tener.

¿Uno grande que ilumine todo lo que llevamos dentro? ¿O quizá sea mejor tener un fuego que dure mucho tiempo y nos ayude a lo largo del día a buscar a Dios? ¿O puede que prefiramos tener un fuego sorprendente en sus llamas, pero que pronto se apague, porque tenemos mucho que hacer? Creo que es importante saber cuál es la madera, que puede que sean solo ramas, o piñas… con las que vamos a la oración. Hubo uno que dijo:«Por sus frutos les conoceréis» Frutos no sacaremos de un fuego, si acaso castañas a la brasa, pero sí podremos sacar mucha luz y ser una llama que ilumine la vida de otros.

Solo tenemos que avivar esa llama que llevamos dentro y saber qué es lo que nos ayuda a darle más fuerza para que no llegue a apagarse, pues sin ese fuego nuestra vida se irá apagando, oscureciendo y perderemos el calor que nos mueve a extenderlo por el mundo.

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