Una de las cosas que más sorprendía a los griegos hace 2000 años era que nuestro Dios aceptaba voluntariamente el sufrimiento y la muerte. Para ellos, los dioses jugaban a ser humanos y se enredaban en problemas mundanos y un poco superficiales, pero en el fondo estaban por encima, en ese Olimpo inaccesible. En cambio, Jesús acepta cargar con su cruz y no renuncia al dolor. Despojado, humillado, solo y fracasado, con una muerte que a nadie le gustaría tener. Los griegos no podían entender a un Dios crucificado.

Y es que la cruz era el lugar donde morían los malhechores, pero también es símbolo del amor más grande. Jesús nos enseña que el sufrimiento más extremo tiene sentido si es por amor. No se trata de aceptar ni buscar el dolor porque sí, como si fuera un simple masoquismo. Se trata de amar hasta darlo todo, sin poner límites. Jesús se da cuenta que lo más importante es el Reino de Dios y pone su vida al servicio de las personas, para que entendamos que solo desde el amor sin condiciones la vida y la muerte cobran sentido.

La cruz, la muerte y la sepultura nos hacen caer en la cuenta de que morir es humano. No es una apariencia. No hay salvación en el último momento con la llegada de un ejército aliado que evite el peor desenlace, como en las películas épicas. Muerto y sepultado. Dios se hizo humano hasta en la muerte. Porque la muerte forma parte de todas nuestras historias. Así que lo que nos queda es vivirla con sentido, con dignidad, con sentido y con dirección.

Aunque hay parte de humor y mucho de disfrute, la vida no es un juego. Esto se acaba descubriendo tarde o temprano, por tanto el cristianismo tampoco lo es. No se trata de ir adaptando nuestras circunstancias hacia Dios y llenarlo de frases bonitas de Paulo Coelho. Si queremos vivir realmente el Evangelio, en nuestra mano está cargar nuestra propia cruz y elegir desde el amor, sabiendo que esto nos complica la vida, pero también llenará todo de sentido. Para ello habrá que decidir, renunciar y hasta equivocarse. Nos queda confiar en que Dios no se olvida siempre de nosotros y en que la muerte no puede tener la última palabra.

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