Vengo observando cómo desde ciertas posiciones creyentes, se traspasan decenas de líneas rojas. Faltas de respeto no solo a la hora de expresar opiniones, sino también a la hora de discrepar con las personas nominalmente. Una absoluta falta de tacto y de caridad constante; justificada muy solemnemente en la creencia falsa e integrista de poseer la verdad absoluta siempre y en todo lugar.
Este tipo de personas o medios de comunicación muy de (su) Iglesia –frente a la de los demás–, de misa habitual y profundas convicciones, suelen presentarse con argumentarios muy bien construidos, asentados sobre la base de una supuesta tradición eclesial. Se autoconciben como guardianes de las esencias, pretendiendo imponer su visión fundamentalista sobre las otras.
Algunas veces trabajan la mentira como herramienta para sostener sus argumentos; otras, desmerecen la realidad para defender su posición a capa y espada. En ocasiones son capaces de expulsar de la Iglesia a todo aquel que no comulga con sus razonamientos: homosexuales, divorciados, activistas por los derechos humanos, animalistas o simplemente cristianos de a pie que se pronuncian por una Iglesia en acogida. Incluso se atreven a hablar en esos términos del mismo papa Francisco siempre que no les cuadran sus gestos o palabras con la ortodoxia que dicen profesar. Lo que se conoce popularmente como «ser más papista que el Papa».
Por supuesto, esto se hace a muchos niveles: desde las redes sociales a los medios de comunicación. También se prestan a ello miembros del clero o la jerarquía religiosa. Estos, además, dejando de lado su promesa de comunión y de construcción y servicio a la Iglesia.
Muchas veces, los intransigentes viven de espaldas a la sociedad en un constante complejo de persecución. Todo lo que viene de la sociedad pasa por ser necesariamente negativo o susceptible de serlo. Todas las medidas políticas que no casan con sus planteamientos son, básicamente, complots e ingenierías sociales destinadas a terminar con lo cristiano. Y lo mismo con el cine, la música, la literatura o manifestación cultural que no encaja en sus medidas preestablecidas.
En España también ocurre que los intransigentes no quieren aceptar la realidad: los cristianos ya somos una minoría dentro de una democracia. Ya no estamos en régimen de ‘Cristiandad’. Como tal, hemos perdido gran parte de la influencia directa que antaño tuvimos en las instituciones. Nuestro papel ya no puede ser de liderazgo, sino de acompañamiento. Y para ello, los análisis de las situaciones tienen que entenderse como resultado de una sociedad día a día más descreída, pero no necesariamente beligerante.
A nuestros coetáneos cada vez les importan menos los hechos religiosos y las expresiones de religiosidad popular han sido naturalmente relegadas al ámbito de lo cultural. Y esto no es una expresión de anticlericalismo general, sino de un paso muy anterior al reconocimiento o no del cristianismo: la gente ya no sabe relacionarse con la trascendencia. Y esto –habrá que reconocerlo– también es responsabilidad de los que quieren convertir la religión en una serie de normas inasumibles por cualquiera bajo pretexto de «no hacerte un dios a tu medida».
A los intransigentes hay que recordarles (o recordarnos) siempre cuál es la primera ley del cristiano, que va más allá de los Mandamientos, de los Sacramentos y de los argumentos: el Amor. El Amor a Dios, que se expresa, siempre y en todo, en los hermanos. En especial a los más débiles, a los que más necesitan, a los que tantas veces expulsamos nosotros del templo.
Los que creemos que construir Reino pasa por el diálogo permanente con la cultura y la asunción de lo bueno que tiene; los que tenemos la ternura por bandera y pensamos que el Evangelio desnudo nos lleva al Jesús nuclear; los que queremos diferenciar lo fundamental de lo prescindible… tenemos que pasar a la ofensiva. Que no es más que dejar atrás el silencio y ponerse manos a la obra. Con argumentos sólidos y el Evangelio tierno y firme al mismo tiempo.
Y, sobre todo, recordando que, a veces, todos tenemos algo de intransigentes.