Entrando ya en la gente que se sitúa fuera de la Iglesia, están los que desconocen. Es un grupo de gente, en mi opinión ya mayoritario, que no sabe apenas nada de la Iglesia Católica. En un mundo cada vez más descreído, los que ignoran son la principal masa de gente.

La cultura occidental se ha transformado mucho en muy poco tiempo. En España, por ejemplo, en apenas veinte años, hemos pasado de una sociedad culturalmente católica a un catolicismo relegado solo a la cultura. Si en 1978 el 90% de los españoles se declaraban católicos, en la actualidad esta cifra ronda el perfil inferior del 70%. Pero si acudimos a las estadísticas sobre práctica religiosa habitual, este porcentaje apenas roza el 20% de esos católicos.

Puede haber diferentes motivos por los cuales alguien que se considera de tradición cristiana, decide no acudir a las celebraciones o no participar de la vida de la Iglesia. Una parte importante tiene que ver con lo que podemos llamar el paradigma Netflix, o la cultura del consumo inmediato. La religión y la velocidad son, finalmente, dos realidades contrapuestas; del mismo modo que lo son la reflexión y la velocidad o la profundización y esta misma.

Lo bueno de esto es que cada vez hay menos gente con situaciones traumáticas en su vida que tengan que ver con la creencia o la imposición de la misma. Es más fácil tirar abajo un prejuicio que un mal recuerdo. Es más fácil explicar tu posición a alguien que no conoce lo que critica que a alguien que ha visto y ha decidido alejarse por un mal ejemplo o experiencia. Ahí hay campo virgen. Y eso es bueno, además de un reto.

Sin embargo, también hay una parte en la que los creyentes tenemos una enorme responsabilidad. Los católicos hemos renunciado desde hace un tiempo a participar de la cultura contemporánea. Hoy apenas tenemos presencia en los medios públicos. Hemos cambiado la polis por la comunidad concreta y acomodada, haciéndonos no ya prescindibles, sino irrelevantes. Y eso sí da miedo. Que nuestro mensaje se haya quedado tan enquistado en formas del pasado que ya nadie sienta interés por nosotros.

Los que ignoran no quieren leer el Evangelio de primeras, pero sí tienen (porque todo lo necesitamos) sed de Verdad. El siglo XXI pide y exige que las estructuras hablen de Dios, sin pegar con Dios en la cabeza; que la cultura se impregne de Evangelio y el Evangelio de cultura, sin colocar todas las citas bíblicas de golpe; que entremos en diálogo con la cultura, asumiendo que la cultura ya no parte de nuestros mismos presupuestos, pero que en ella hay evangelio quizá muchas veces olvidado por nosotros.

Estamos obligados a salir a por los que ignoran, a por los que no saben que mucho de lo que tenemos como sociedad nace de la fuente del cristianismo. Estamos obligados a separar el grano de la paja, para discernir en qué tenemos que empaparnos de sociedad y en qué podemos nosotros empaparla a ella.

Esto solo se puede conseguir haciendo una Iglesia en diálogo con todos, sin preferencias ideológicas concretas, sin más línea roja que el Evangelio mismo. Construyendo los puentes por los que algunas veces tendremos que cruzar nosotros la frontera, para que otros puedan cruzarla en sentido contrario. Incluso cuando los que ignoran utilizan la ignorancia para el ataque furibundo. Los habrá, ¿y?

Si de verdad el mensaje de Jesús tiene tanto que decir, tenemos la obligación de trabajar a fondo para trasladarlo a la sociedad y para encontrarlo en ella. Esa sociedad de la que un día quizá nos desocupamos y de la que nunca debimos salir.

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