Es tan sencillo como sacar el móvil del bolsillo y buscar el icono de la cámara. Quince segundos para poder mandar la última lista de notas a tus compañeros, para enseñar eso que tienes que comprar en la ferretería y no sabes cómo se llama, o para decirle al amigo que falta que le echáis de menos. La fotografía ya va más allá de poder inmortalizar momentos importantes de nuestra vida. Es algo cotidiano, que hacemos sin pensar mucho.
Ahora tenemos una exposición en Madrid sobre la primera cámara de bolsillo, la Leica. Han reunido algunas de las fotos que son iconos de nuestra cultura, que todos tenemos en la mente, pero también da pie a pensar en todas las que no están en la exposición porque no salieron bien. Momentos que merecieron ser inmortalizados, pero la foto estaba desenfocada, la luz no era buena, no hubo oportunidad… y es que hasta hace bien poco no había posibilidades infinitas como ahora para conseguir la mejor foto, con el mejor encuadre o la mejor luz. Ni siquiera tenías la posibilidad de arreglarla luego en el ordenador con unos cuantos clics.
Cuando sacamos una foto queremos verla de inmediato, para ver si salimos bien y corregir lo que no nos gusta. Pero en ese proceso nos olvidamos que no sólo retocamos una imagen, estamos intentando retocar la realidad, esa parte de ella que no encaja con nosotros, que necesitamos filtrar. Antes los retoques tenían lugar en un laboratorio, semanas o meses después de la foto. Había tiempo para reposarla y pensar en lo que se quería transmitir. Quizás debemos volver a esa parte reflexiva de la fotografía. Pensar un segundo antes de sacar el móvil, antes de aplicar ese u el otro filtro, antes de compartirla. Pensar en qué realidad queremos transmitir, y cuál estamos transmitiendo. Por qué fotos queremos que nos recuerden.