A los niños de hoy en día les faltan muchas cosas y les sobran todavía más. Robótica, inglés, tenis, dibujo, teatro…
Es tentador tener delante seres con cerebros absolutamente modelables y absorbentes. Se apodera de los adultos el ansia por crear generaciones muy listas, muy preparadas, muy capaces. Con cinco años aprenden chino con la misma facilidad con la que aprenden a hacer plastilina. ¿Cómo no aprovecharse?
Es legítimo (y bueno) querer lo mejor para nuestros pequeños. Pero, tal vez, convenga aclarar (o, al menos, someter a debate) qué es «lo mejor».
Preparar a los niños para el mundo en el que han de vivir es positivo, pero ese mundo es tan convulso y cambiante que, ni siquiera aunque tuvieran el cerebro de Einstein, les daría para almacenar todo lo que necesitan sabe para poder desenvolverse con soltura en él.
Sin embargo, hay cosas del mundo que nunca pasan de moda, que siempre permanecen. De esas cosas, los abuelos saben mucho. Muchísimo.
Los abuelos son expertos en relativizar los problemas y disfrutar de la vida. Ellos valoran la salud y disfrutan de las pequeñas cosas. Tienen un máster en Refranero Español, ese que tantas veces hace entender de un plumazo lo que para algunos psicólogos es tan difícil de explicar. Los abuelos saben que la vida no es fácil, que las cosas no caen del cielo y que hay causas por las que no merece la pena enfadarse y motivos por los que urge dejarse la piel. Los abuelos hablan de usted y dicen «gracias» y «por favor». Los abuelos cocinan a fuego lento y pueden pasarse un día entero sin mirar el WhatsApp sin que les dé un paro cardíaco.
Pasar tardes en casa de los abuelos (quienes tengan el lujo de tenerlos) no convalida puntos para ningún certificado de los que tanto pedirán a los más pequeños en cuanto pongan un pie fuera de sus burbujas domésticas. Pero creo, de verdad, que es la mejor inversión que se puede hacer en la vida de un niño que, algún día, se convertirá en adulto.