Todavía no termino yo de ubicarme a favor de los talent shows infantiles (esos programas que han hecho en versión infantil para ver qué niño cocina mejor, o canta mejor, o baila mejor o cuenta el chiste mejor), que me topo con la siguiente noticia: «El Gobierno crea el Consejo Estatal de Participación de la Infancia que estará formado por 34 menores de 8 a 17 años». Según la misma, en dicho Consejo los menores podrán canalizar las preocupaciones y propuestas de la infancia, expresando libremente sus ideas, defendiendo sus derechos y formulando propuestas sobre las cuestiones de ámbito estatal que les afectan. Y digo yo, sin ningún ánimo de dudar de la inteligencia de un niño: si a mí, que ya pasé (hace unos cuantos años) los 40, todavía me cuesta entenderme a mí misma, saber qué opino sobre esto u otro, y cómo expresarlo para que se me entienda bien, ¿podrá saberlo hacer un niño?
No niego que haya un sano interés por parte de los ideólogos de esta propuesta por saber qué piensan los niños y adolescentes sobre ciertos asuntos; que haya una interesante apuesta por hacerlos partícipes de sus propios problemas y sus soluciones. Pero, ¿es preciso que sea a esa escala? Si ya se hace difícil que comprendan el papel del delegado de clase, o del líder en un determinado juego o actividad, ¿cómo van a asumir semejante labor sin que terminen desvirtuándola? ¿Cómo llevar a cabo un trabajo así sin hacerse daño a ellos mismos, un trabajo donde se hace muy fácil confundir la responsabilidad con el poder? Si en la escuela los conocimientos se dan de manera progresiva, intentando adaptarlos a su crecimiento en entendimiento y madurez, ¿no es un atrevimiento embarcarlos en semejante organismo?
En un intento por querer darles protagonismo a los niños y adolescentes, los situamos en posiciones para las que no está preparados. Les obligamos a desempeñar un papel que nos toca a nosotros, los adultos, hacer: el de observar qué necesitan, oír cuáles son sus urgencias, y darles una justa solución. Y no desde un despacho (como muchos hacen cuando elaboran las leyes que luego todos tenemos que acatar), sino desde los lugares donde se cuece el tema. Quizás este consejo podría estar integrado por gente que trate con este sector de la población muy a menudo: padres, madres, profesores, pediatras, psicólogos, pedagogos… Y de distintos entornos culturales y sociales, para así ampliar la mirada. Pero, ¿por niños? ¿Y qué niños? ¿Cómo escoger a los niños que representen a todos los demás? ¿En qué basarse: en sus tempranos conocimientos, en lo pizpiretos que puedan resultar expresándose?
De nuevo estamos ante otra vuelta de tuerca de la palabra «empoderar», de la que no termino yo de hacerme muy amiga. Queremos hacernos los modernos y los progresistas rompiendo por donde no se debe romper. Un niño está en la edad de aprender qué es el mundo, de descubrirse a sí mismo y a los demás a través del juego. Sí, del juego. Andamos empeñados en quitarlos de jugar para que canten, bailen, actúen, cocinen… y ahora a que hagan política. ¿A qué nos arriesgamos con esto? A tener niños que no digieran ese paso bien y acaben convirtiéndose algunos en pequeños tiranos, algunos en juguetes rotos, y ninguno en niños que solo sean niños, perdiendo así lo más valioso que tienen: la inocencia, la naturalidad y la confianza de saberse protegidos y queridos por los adultos.