Hay vidas cuyo desarrollo es casi predecible. Otras no, son sorpresa. A estas últimas pertenece sin duda la de Esther (Etty), Hillesum, una muchacha holandesa de origen judío que terminó sus días en el campo de concentración de Auschwitz el 30 de noviembre de 1943, a los 29 años de edad.
¿Quién fue esta mujer? ¿Dónde radica el creciente impacto de sus Diarios y sus Cartas escritos entre 1941 y 43 y publicados mucho más tarde, en 1981 y 82?
Etty nació en una familia con profundos desequilibrios emocionales de la que ella misma no se vio libre. En sus escritos se describe como una mujer inestable, egocéntrica y sobre todo interiormente caótica. Con toda probabilidad esos desequilibrios hubieran ido a más a no ser por su encuentro Julius Speer, un psiquiatra discípulo de Jung, bajo cuya dirección experimentó lo que ella misma define como “un nuevo nacimiento”. Hombre creyente y profundamente espiritual, Speer le fue enseñando a entrar dentro de sí misma, a unificar su agitada vida interior, a descubrir en ella a Dios, a vivir su relación con el mundo desde ese centro. A partir de un cierto momento, Etty vuela ya sola llevada por una experiencia de Dios que une a la perfección el amor y la adoración a Dios con una compasión que la lleva hasta el extremo: unir su vida con los deportados judíos y acompañarlos más tarde hasta la muerte ern el campo de concentración de Auschwitz.
Leamos lo que escribe Etty en su Diario el 12 de julio de 1942, un año antes de su muerte: “Amado Dios, vivimos tiempos de inquietud… Pero hay una cosa que cada vez tengo más clara: que tú no puedes ayudarnos, que nosotros te ayudamos para que nos ayudes a nosotros mismos. Y todo cuanto podemos hacer en estos días y lo que realmente importa es proteger ese poco de ti, oh Dios, en nosotros. Y, posiblemente, también en otros. Lamentablemente no parece que puedas hacer mucho en nuestras circunstancias, en nuestras vidas. Tampoco te responsabilizo por ello. No puedes ayudarnos, pero debemos ayudarte a defender tu morada en nuestro interior hasta el final… Créeme; trabajaré sin descanso para ti y te seré fiel y nunca te apartaré de mi presencia.
El jazmín que hay detrás de mi casa ha sido completamente arruinado por las lluvias y las tormentas de los últimos días; sus blancas flores flotan en las enlodadas charcas sobre el tejado del garaje. Pero en alguna parte dentro de mí el jazmín sigue floreciendo imperturbable y difunde su fragancia en la casa donde tú, oh Dios, habitas. Ya ves que cuido de ti, que te traigo no sólo mis lágrimas y aprensiones, sino también el fragante jazmín. Y te traeré todas las flores que encuentre en mi camino que ciertamente son muchas. Intentaré que te sientas siempre en tu casa”.
Poco antes, el 29 de mayo, había escrito: “A veces resulta duro asimilar y comprender, oh Dios, lo que quienes han sido creados a imagen tuya se están haciendo entre sí en estos enloquecidos días. Pero no voy a recluirme en mi habitación, oh Dios; intentaré mirar a las cosas a la cara, incluso los peores delitos, y descubrir al pequeño y desnudo ser humano en medio de los monstruosos restos provocados por las absurdas acciones del hombre… Intento plantar cara al mundo, oh Dios, no huir de la realidad a mis bellos sueños –aunque creo que los bellos sueños pueden coexistir con la realidad más horrible –y seguir alabando tu creación, oh Dios, a pesar de todo”.
No es extraña la atracción que provoca en nosotros esta mujer. Nos sentimos identificados con ella en lo que su mundo interior tuvo de inestable y caótico y nos fascina su proceso de unificación en un Dios del que no espera soluciones mágicas, sino al que trata de ayudar en su creación y al que defiende para que permanezca siempre con ella y pueda así seguir ayudándola. “El Señor es mi baluarte”, escribió en una postal arrojada desde el tren que de mercancías que la trasportaba a Auschwitz, junto con sus padres y su hermano Mischa.