Como si de un déjà vu se tratara, parece ser que ETA anunciará en unos meses su disolución definitiva. Tras varios intentos de ser reconocida y comprendida, parece que al fin lo dejan estar. Ha llegado el final de una pesadilla. Repasando entre los recuerdos del terrorismo, sorprende que algo que ha estado tan presente en la vida de nuestra democracia se convierta en noticia casi residual, que pasa bastante desapercibida mientras seguimos a vueltas con el procés, el máster de Cifuentes o la polémica de hoy. Un momento que parecía que nunca llegaría y que, de alguna forma ha marcado a varias generaciones, llega casi sin hacer ruido.
Si logran reunir el valor suficiente para cerrar de una vez por todas el chiringuito y aceptar su derrota, eso es una buena noticia. Pero seamos realistas: ETA no acaba solo con el fin de las armas o con su certificado de defunción. Tampoco solo con años de cárcel y disculpas, por más que sean siempre necesarias. El terrorismo no se limita a la sangre vertida y al dolor de las víctimas. Inocula un virus en la sociedad capaz de dividir una comunidad en su entrañas más profundas. No hay más que leer la magnífica novela Patria para darse cuenta. Es la enfermedad que divide radicalmente entre los buenos y los malos, entre los nuestros y los otros, los que están a favor y los que nos oprimen. Y ojo, la división es real, porque no es lo mismo estar en un bando o en el otro. No puede serlo. La división no acaba aquí, sino que poco a poco va calando en la conciencia de cada persona –y la mayoría de las veces sin quererlo–: generando miedo, sospecha, inseguridad… porque no es conveniente que la gente sepa qué periódico lees, a qué se dedican tus padres o a qué partido votas. Y vivir desde la rabia puede ser una excusa para sobrevivir, pero nunca un motivo para vivir y para construir el futuro sin corroerse por dentro.
Dicen que el tiempo lo cura todo. O casi todo. Seguramente. Pero se necesitarán años para entender qué pasó, para aprender a convivir con el otro sin rencor, para asumir responsabilidades y para reconstruir las vidas y las conciencias. En este tiempo habrá espacio para pensar y reflexionar por qué se llegó a semejante barbaridad. Hará falta quien trabaje por la reconciliación, porque solo desde ahí se puede seguir caminando y conviviendo. Pero la explicación de lo ocurrido –con sus causas y el análisis de una realidad tan compleja– nunca puede desembocar en una justificación de 829 muertos y 43 años de lágrimas. Quizás el punto de partida siempre pasará por reconocer tanto dolor y aprender del pasado, y desde ahí cada comunidad y cada conciencia deberá vencer el virus del miedo que lleva a desconfiar más que a escuchar, a odiar más que a comprender y a ver al otro como enemigo y no como hermano. Hasta que no llegue ese día, no podremos decir que el fin de ETA ha llegado.