Aún recuerdo aquella mañana de octubre. ETA acababa de anunciar el final, o lo que parecía que podía ser el final, pues la huella del terror no se va tan fácilmente. Yo estaba en San Sebastián, y no había vivido ni los años del plomo ni la ley del silencio. Sin embargo, no hacía falta ser vasco para darse cuenta de que todo era igual, pero algo parecía indicar que todo era distinto. La paz ansiada, la paz rezada y la paz tan teñida de sangre por fin parecía que se hacía realidad. Curiosamente mi camino hacia mi voluntariado en la cárcel donostiarra pasaba cerca del cementerio de Polloe, y yo me preguntaba cuántas víctimas inocentes habrían muerto en vano y cuántos jóvenes habrían perdido su libertad y su juventud por la menos noble de todas las causas posibles.

Ha pasado ya una década y para algunos es olvido, para otros discordia, y creo que para la mayoría una vergüenza, y no de las pasajeras. Mientras unos miraban debajo del coche otros miraban para otro lado, o sencillamente cambiaban de tema o quitaban hierro al asunto. El odio capaz de enfrentar vecinos y el silencio cómplice capaz de acallar demasiadas conciencias. Y con ello tantos lisiados y tantos muertos. Tantas viudas. Tanto dolor. Tantos inocentes. Tantas equivocaciones. Porque ninguna vida vale menos que una idea, por muchos que algunos se empeñen en afirmarlo. Y lo que está claro es que ese dolor no era un espejismo –aunque todavía algunos lo podían discutir–, era la realidad de una sociedad secuestrada por la violencia que mostraba al mundo su peor parte, muy lejos de lo que otro momento mostraron los Loyola, los Unamuno y los Juan Sebastián Elcano. Una sociedad que veía cómo un monstruo acababa con algunos de sus hijos y mandaba a otros tantos al purgatorio de la cárcel, siempre bajo capa de libertadores de un pueblo cegado por una ideología.

El ejemplo del terrorismo es el súmmum de lo que puede hacer una idea cuando es idolatrada, soslayando así que la verdad, la bondad, la fe y el sentido común son el mejor patrimonio de un pueblo. Parte de la cultura, de la política y de la sociedad arrodillada ante una quimera que nunca llega, pero que a su vez cambia sueños de los jóvenes por balas, mancha la Historia de una noble tierra y, por supuesto, derrama lágrimas por doquier en su huida hacia adelante. Es el ejemplo de cómo el terrorismo es capaz de cultivar profetas de causas perdidas, de crear fantasmas responsables de todos los males, de construir utopías de ciencia ficción, de convertir la verdad en sucia plastilina, de cegar conciencias y de mancillar la democracia con total impunidad.

Diez años después, cuando la paz ya no lo parece, sino que realmente lo es, conviene mirar para atrás las veces que haga falta, y recordar aquellos párrafos de Evangelii Gaudium [231-233] donde el papa Francisco explica que «la realidad es más importante que la idea», y alertar así del riesgo de querer imponer la ideología de unos pocos sobre el dolor de unos muchos. Sin embargo, este deseo de cargar con la realidad y recordar todo el mal cometido no tiene sentido si no es para intuir una mirada hacia adelante y hacia un futuro lleno de esperanza, donde la paz y la reconciliación deben tener la última palabra sobre el odio y el dolor que envió antes de tiempo a tantos inocentes al silencio de los cementerios.

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