No sé cómo empezar. Hay veces que el horror es excesivo. Sobre todo cuando son niños. Niños.

En Tierra Santa la desesperación es tanta que los padres saben que ya no pueden defender a sus hijos. ¿No es esto inhumano? A tu hijo, a tu sangre, a lo más querido. Y sabes que no puedes hacer nada. Pero aun así lo hacen, lo intentan. Están apareciendo niños en los hospitales con sus nombres escritos con tinta en las piernas, en los abdómenes (se llega a conclusiones terribles si se piensa en el porqué de esta doble marca). Los padres intentan así que se pueda identificar a los pequeños, que tengan un nombre por el cual llamarles, un apellido por el que encontrar a la familia, una plegaria que alzar al cielo si llegado el atardecer se convierten en un muerto más que hay que enterrar. No aparece nada más que el nombre: ni la dirección de una casa que ya no existe, ni siquiera el nombre de unos padres que… Bueno, que lo intentaron hasta el final.

Y nosotros, mientras, ¿qué hacemos? ¿Sentirnos impotentes? Sí, pero no solo. Sufrimos. Y cuán importante es que suframos. Lo comentaba el otro día en un círculo Magis con una amiga. Una amiga que se había visto sobrepasada por el horror ubicuo, por la muerte, por el dolor, por la incapacidad de hacer nada, por la sensación de que el mundo se viene abajo y que Dios que nos quiere y no hace nada y dónde está y se esconde y no baja y no les salva y se mueren y se mueren y nadie hace nada y yo tampoco hago nada y. Y ella sentía que le faltaba el aire y lloró en cuanto volvió a su casa.

Yo, que no soy nadie ni sé verdaderamente mucho, le dije algo tal que así: «beata tú, dichosa, porque lloras». San Ignacio, inscribiéndose en una tradición milenaria en la que también se encuentra la santa de Ávila, nos habla del don de lágrimas. Muchas veces es consolación divina, pero la primera vez que lo experimenta Ignacio es por lo mismo por lo que lo hizo mi amiga: porque vio dolor en la tierra sobre el que nada podía y sólo pudo llorar. Y qué equivocado es decir sólo. Llorar es un don de Dios que nos acerca al que sufre, nos hace sufrir con él. Yo particularmente es una virtud que envidio, en el mejor sentido de la palabra. Quisiera poder llorar más ante el dolor del mundo. Tener ese don de lágrimas, tener verdadera compasión. No sólo intelectual, sino emotiva, sufrir con quien sufre. Porque eso significa literalmente compasión: cum passio, con una sola pasión, sufrir juntos. Y esto tiene un valor inmenso. Ante la pregunta de por qué el sufrimiento, Dios no responde con una explicación, sino con una imagen: su Hijo en la Cruz. Dios es compasión. Ibn ‘Arabî, un sufí andalusí, decía que el verdadero nombre de Dios era ra.hmân, es decir, el Misericordioso.

Nosotros, entonces, recemos, lloremos. Lloremos por los padres desesperados, por los niños a los que tatúan su nombre, que será marca de martirio, marca de vida eterna. Yo no tengo don de lágrimas, pero ya me cuesta escribir. Imagino a los niños, ya salvados, y a Dios con ellos. Y ellos, ingenuos, dichosos, felices, amados, le enseñan sus tatuajes. Y Él, inmenso como es, les muestra los suyos. «Mira, en mis palmas te llevo tatuada» (Is 49,16).

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