No es lo mismo pronunciar el primer tembloroso e ilusionante «te quiero» a alguien, que volvérselo a decir, con una carga de profundidad inimaginada, treinta años después. Las palabras tienen vida y están cargadas de historia. Por eso nos jugamos tanto en aprender a diferenciar cuáles tienen más valor dependiendo del contenido, de quién las dice, del modo en que son dichas, del contexto… ¡Con cuánta emoción leemos el último mensaje de un ser querido que ya no está, o cómo volcamos los cinco sentidos para escuchar a alguien que ha hecho una proeza por nosotros o por toda la sociedad!

Nuestro Dios se ha pronunciado, nos ha dado su parecer sobre las cosas y ha dejado «grabada su voz» en la Sagrada Escritura. Por eso, las palabras que ahí han quedado impresas contienen una densidad especial. No podemos tratarlas de cualquier manera. Lleva años aprender a leer, comprender e interpretar bien lo que otro nos dice. Se trata del delicado arte de la comunicación que requiere silencio, tiempo, escucha.

La caligrafía espiritual y la composición de iconos se basan en el amor a la Palabra. Su finalidad es tratar de sacar a la luz la belleza que ya contienen las palabras que proceden de Dios, o conducen a Él, y que nos hablan del sentido de la vida, del misterio de vivir, de los anhelos y sueños de la humanidad generación tras generación. En ambos casos consiste en disponerse a recibir, para transcribir y transmitir. La caligrafía (que significa «bella escritura») lo hace reproduciendo con reverencia textos bíblicos u oraciones clásicas, a mano, con lentitud, siguiendo el pulso de las plumillas y tomando conciencia de cada detalle (puntos y comas incluidos) y de los significados. Los iconos, pincel en mano, lo hacen escribiendo en imagen lo que se recibe de la fe y la Tradición utilizando para ello materiales procedentes de la naturaleza (madera, pigmentos, huevo…) que remiten al Creador. Porque en lo que ejercita este modo de orar es en contemplar el significado de las palabras sagradas para reproducirlas y compartirlas.

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