Desde pequeño me interesé de forma apasionante por el arte sacro. Cuando llegué a la facultad de bellas artes de la Universidad Autónoma de Querétaro, en México, tuve que salir de esos temas y expresarme de un modo totalmente alejado de la representación religiosa. Cuando trabajé, tenía muchos conflictos con lo que conllevaba ser “artista”: las exposiciones, el asunto de la justificación teórica a modo, ser considerado como apto para exponer en las salas de renombre, los mecenas y sus encargos caprichosos… Todo ello me dejaba como sin energía y sin sentido; pensaba que ni mi trabajo ni yo éramos suficientes.

Luego ingresé al noviciado jesuita y no sabía qué hacer con la pintura. Claramente era un canal de comunicación del cual no podía deshacerme así como así. Tampoco podía pasar el tiempo pintando cosas porque sí. Fue hojeando las revistas de casa que encontré algo inesperado: El icono del pantocrátor del monte Sinaí. Se convirtió en la imagen con la que oré durante mi noviciado. Así fue que aprendí que podía comunicarme con Dios a través de la mirada: de mirarlo y dejarme mirar.

Esa relación avanzó y creció, y la mirada se convirtió poco a poco en intento. Básicamente tuve que volver a aprender a “caminar” en la pintura: el material, la preparación de las tablas, entrar en un ritmo distinto al del mero pintar, todo ello fue un reto para alguien que pintaba cuadros de un día para el otro. Así, pues, la iconografía se convirtió en mi forma de orar. Con ello  he aprendido a dejar de ser el protagonista. Porque en la iconografía el centro es Dios y lo importante no es dejar mi nombre allí sino abrir una ventana a la eternidad para que las personas se encuentren con el Autor de la vida, de la creación toda; con el Dios encarnado que se hizo Dios-con-nosotros. Dios se valió de algo profundamente mío y así el arte se convirtió en oración, la pintura en iconografía y me regaló una vocación que integra todo lo que soy y sueño.

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