«Las ciudades no son personas. Pero, al igual que las personas, tienen su propia personalidad. Algunas tienen múltiples personalidades. Hay muchos Londres, un montón de Nueva York diferentes.
Una ciudad es una colección de vidas y edificios, y posee una identidad y una personalidad. Las ciudades existen en el espacio y en el tiempo.
Hay ciudades buenas, las que te dan la bienvenida, parecen preocuparse por ti, se alegran de que estés en ellas. Hay ciudades indiferentes: a las que, sinceramente, les de igual que estés o no estés en ellas; ciudades que van a lo suyo, que ignoran a la gente. Hay ciudades que se han vuelto malas, y en las ciudades saludables también hay lugares tan podridos e infestados de gusanos como las manzanas que se caen por culpa del viento. Hay incluso ciudades que parecen perdidas, ciudades sin centro que da la sensación de que serían más felices en otro lugar, más pequeño, más fácil de entender.
Algunas grandes ciudades se propagan como un cáncer, como esos monstruos viscosos de las películas de serie B, y lo devoran todo a su paso, absorben ciudades más pequeñas y pueblos, se zampan vecindarios y aldeas, y se transforman en conurbaciones sin límites. Otras ciudades se contraen, zonas que en otros tiempos fueron prósperas se vacían hasta extinguirse: los edificios se vacían, se clavetean tablones en las ventanas, la gente se marcha y a veces ni siquiera saben decirte por qué.
De vez en cuando, me da por pensar cómo serían las ciudades si fueran personas…»
Neil Gaiman, La vida desde las últimas filas