Una se sumerge en los datos de la investigación publicada por The New Humanitarian y Thomson Reuters como quien se acerca a un cuadro del Bosco, previendo descubrir detalles perturbadores. Pero no por previsibles duelen menos la injusticia y la infamia. Es difícil imaginar tanto horror.
Imagina ser niña en uno de los peores países del mundo para serlo, en una zona a la que denominan la capital mundial de las violaciones, en un contexto en el que ser mujer es una lucha permanente por la supervivencia.
Imagina crecer en un lugar que lleva más de veinticinco años inmerso en un conflicto armado, en el que masacre, depredación y violencia sexual formen parte de tu vocabulario y tu conversación diaria durante toda tu adolescencia.
Imagina perder a tus amigos, enrolados forzosamente en uno de los más de ciento setenta grupos rebeldes que arrasan tu región.
Imagina tener que huir bajo fuego cruzado, dejando atrás, de la noche a la mañana, tu hogar, tus pertenencias y, a veces (muchas), a tu familia. Tu vida.
Imagina que, en medio de todo eso, golpea uno de los peores brotes de una de las enfermedades más mortales.
E imagina, además, que quien viene con mandato de protegerte, en nombre de la comunidad internacional, te engaña, te coacciona y abusa de ti.
El corazón de las tinieblas, del que Joseph Conrad hablaba hace dos siglos, sigue existiendo en Beni, el epicentro de la última crisis de ébola, al este de la República Democrática del Congo. Y sigue siendo el infierno, en este caso, para las más de cincuenta mujeres que han denunciado abusos sexuales por parte de trabajadores internacionales. Lobos con piel de cordero que proponían o forzaban relaciones sexuales a cambio de trabajo, abusando de su anonimato, de la jerarquía, y de su poder, aprovechándose del nombre de las organizaciones para las que trabajan y de nuestro silencio.
No es el primero. Es solo el más reciente escándalo sexual del mundo humanitario que salpica a trabajadores internacionales. Y si esta vez tampoco ponemos en entredicho los sistemas de control de las agencias de ayuda y, sobre todo, nuestros parámetros, presunciones y nuestras líneas rojas, me temo que tampoco será el último.