Estamos asistiendo estos días a la coronación de Carlos III y Camila como reyes del Reino Unido, y de todo lo que ello conlleva a nivel mediático e institucional. Más allá de las comparaciones con su reina madre fallecida hace meses, los escándalos que les han rodeado siempre o las peculiaridades de la sociedad británica, hay detalles que no se pueden pasar por alto. Algunos medios lo han tratado como si fueran reliquias del pasado, pero la liturgia propia de la monarquía británica –donde se mezcla lo humano y lo divino– muestra más de lo que creemos saber.

Por muy avanzados que nos creamos, por mucho que asociemos lo nuevo a lo bueno y por tantas explicaciones científicas que exijamos todo el tiempo, hay algo que no podemos olvidar: nuestro mundo profano y secularizado necesita conectarse con lo sagrado. Precisamos de símbolos y de referencias a un misterio que nos sobrepasa, que nos desborda y que nos conecta con algo más allá de nosotros mismos, y con la Historia y con la tradición que nos nutre nuestras propias raíces, como el que relee un viejo álbum familiar.

En un mundo tan utilitarista –y más desde la perspectiva británica– necesitamos elementos que se escapen de la lógica del mundo y nos hablen de algo distinto. Símbolos que nos lleven a otra realidad y den contenido profundo a nuestra existencia, tanto en lo personal como en lo colectivo. Nadie nos dijo que deberíamos saber y entender toda la realidad, y lo sagrado nos evidencia que el misterio está presente, aunque no lo logremos ver ni comprender del todo.

La pregunta es: ¿y nosotros qué hacemos para conectarnos con lo sagrado?

 

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