Es la situación en Venezuela, pero también en Tierra Santa, en Ucrania y en otras tantas zonas calientes de nuestro mundo. Lugares donde reina la injusticia, la represión o la guerra, donde la democracia se tiñe de violencia, la verdad se mancilla entre tanta ideología y el número de víctimas no cesa de aumentar. Son los lugares donde emergen las tensiones de un mundo enfrentado, y donde sangra la humanidad mientras pregunta al cielo qué sentido tiene la guerra y el porqué de tanto dolor.
A veces, nuestra mirada “ideologizante” se queda en la crueldad del tirano de turno o en aquello que nos interesa, conviene no olvidar que sátrapas ha habido siempre, los hay y los habrá, porque es algo inherente al ser humano y a la naturaleza del poder que busca perpetuarse sin control. Sin embargo, la mirada de Dios, por otra parte, atiende el dolor de un pueblo que sufre en silencio. Que ve cómo sus niños mueren entre el hambre, las bombas o la pura desolación. Que el anhelo más profundo pasa por la huida. Que ven que la esperanza les ha dado la espalda y que el mundo mira para otro lado mientras finge una cínica consternación. Que la tragedia persigue a cada familia y que su sangre es derramada sin mucha explicación.
El conocido por todos “he escuchado el clamor de mi pueblo” del Éxodo sigue estando vigente hoy. Y es que Dios no es interesado ni se acomoda en una estéril equidistancia como acostumbramos hacer nosotros. Dios toma partido por su pueblo, y nos invita a mirar con misericordia al débil, al que sufre, al que no encuentra consuelo entre tanto sufrimiento. Es la mirada del que se compadece y se pregunta en el silencio de la oración, y también con obras y con palabras, ¿qué puedo hacer, Señor, por este mundo tan roto? ¿Y qué podemos hacer, Señor, con nuestra vida, para calmar tanto dolor?