En plena la racha de crecimiento económico, Nueva Zelanda acaba de presentar sus nuevos presupuestos anuales con una novedosa reorientación: a partir de ahora, el país medirá su prosperidad con un nuevo índice, el del ‘bienestar de la ciudadanía’, que condicionará la elaboración de los presupuestos.
Con estos denominados “presupuestos del bienestar”, el gobierno de la presidenta Jacinda Arden propone un giro en la forma de distribuir los fondos del país, poniendo el foco en la calidad de vida de la población.
A contracorriente de la tendencia a medir el desarrollo y la calidad de vida de los países y su población basándose en factores como las infraestructuras y cifras macroeconómicas como el PIB, Nueva Zelanda plantea un nuevo baremo, basado en indicadores sociales como la salud mental, la conservación del medioambiente o las conexiones comunitarias.
En un mundo acostumbrado a clasificar a los países según la riqueza que crean, una nueva estrategia que prioriza cómo esta se reparte, puede ser un punto de partida para una interesante reflexión, como personas y como sociedad.
Todo a nuestro alrededor habla de economía: nuestro tiempo es oro y no queremos malgastarlo. Nuestras agendas deben ser eficaces. Tenemos que maximizar las oportunidades del día a día, rendir en el trabajo, conseguir más likes
La teoría nos la sabemos: el dinero no da la felicidad. Y, aun así, a veces simplificamos nuestra vida a términos gananciales; filtramos a las personas por sus ingresos, medimos los beneficios de nuestras relaciones y seleccionamos dónde y con quién ponemos nuestros esfuerzos según el coste de oportunidad. En quién y cómo invierto mi tiempo está condicionado por el aporte que obtengo y no por el bienestar que produzco.
Pero, ¿y si invertimos el orden? ¿Qué si, como Nueva Zelanda, repensamos nuestras prioridades como sociedad, como personas? ¿Y si ponemos a Dios (y con él, al otro) en primer lugar? Que no se trata de negar la herramienta, que puede ser excelente, sino de dar al césar lo que es del césar, a Dios lo que es de Dios y, como propone Amartya Sen (Premio Nobel de Economía, por cierto), poner primero la gente.

Te puede interesar