Quizá la imagen más sencilla y a la vez más enigmática de la Escritura es la que está detrás de la invocación de Cristo: «Abbá» («Padre»). Es intuitiva, porque apela a una experiencia común a todos los hombres —vivida de mil formas posibles—, que es la de ser hijos. Pero es también una imagen extraña cuando la usamos para dirigirnos a todo un Dios. Sólo en un sentido metafórico muy vago puede un simple mortal creerse hijo del Eterno…
De tanto usarla en nuestro lenguaje religioso cotidiano, es posible que esta idea haya perdido algo de la irreverencia y la sorpresa que supone que alguien se atreva a hablar a Dios y de Dios en los mismos términos en que un niño habla a sus padres y de sus padres. Y Jesús lo hace con una naturalidad tal que no podemos dejar de admirarnos.
Si la palabra «Padre» en labios de Jesús es algo más que una expresión afectuosa lanzada al aire, si dice algo de su realidad profunda y su relación última con Dios, ¿qué significa que él sea «el Hijo» para él mismo, para Dios, para nosotros? El credo intenta arrojar algo de luz sobre esta cuestión cuando lo describe como «engendrado, no creado, de la misma naturaleza del Padre». «Engendrado» quiere decir nacido de otro. En este caso, de Dios, en quien está su raíz, su origen. Pero no nacido al modo como han sido engendradas las criaturas (distintas y dependientes del Dios que las ha hecho existir libremente por amor), sino de un modo peculiarísimo y único según el cual, siendo distinto del Padre, no es diferente a él.
La paradoja acrecienta la sorpresa: el Hijo es igual al Padre (de su misma naturaleza) sin ser idéntico al Padre (porque ha sido engendrado). Es plenamente Dios como el Padre y plenamente Hijo del Padre. Existe, pues, una forma altísima de ser hijo: la del Hijo que existe recibiendo la vida del Padre hasta el punto de poseer del todo esa misma vida divina.
Nuestra salvación comienza cuando dejamos crecer en nosotros el asombro por Jesucristo, Dios Hijo de Dios Padre. Y cuando vislumbramos, además, que nosotros estamos llamados a entrar, por su gracia, en esta hermosa e insólita relación eterna, sin dejar de ser pobres criaturas, pero pudiendo llegar a serlo como hijos en el Hijo.