Pienso en aquellos momentos en los que nos golpea la muerte de un familiar o conocido, especialmente si ésta ha sido trágica o inesperada. O cuando se nos ponen delante las consecuencias de la maldad y el egoísmo humanos por medio de la guerra, la violencia o la opresión de unos sobre otros. O cuando tenemos noticia de catástrofes naturales impredecibles, en las que mueren montones de personas sin que haya un culpable directo… En todas esas ocasiones, o al menos en alguna de ellas, no decimos «¿Dónde estás, Dios?», «¿Es que no podías haber hecho algo para evitar todo este sufrimiento?».
En estas dudas y crispaciones que, por ser humanas y parte de la fe acaban golpeando en una u otra ocasión, hubiéramos preferido que el Dios en el que creemos fuera un solucionador de problemas. Alguien que hiciera desaparecer la violencia por arte de magia y que acabara con el mal y el sufrimiento que, de una manera u otra, sacude a toda persona humana. En el fondo, le estamos diciendo a Dios que su regalo no era quizá el que más necesitábamos y que podía habernos dado otra cosa que nos hubiera aprovechado más al solucionarnos todos nuestros problemas.
Sin embargo, con estas preguntas y enmiendas a Dios, estamos olvidando que la encarnación de Jesús no siguió el molde triunfante y solucionador de problemas que los judíos se habían imaginado, sino que prefirió hacerlo por medio del respeto de nuestra libertad, sin gozar de los privilegios y facilidades que como Dios podía haber tenido. Jesús entró en nuestra historia ‘por la puerta de atrás’, pidiendo permiso a una mujer, nació pobre entre los pobres, tuvo que huir como un emigrante, trabajó para poder mantenerse humildemente, predicó de modo itinerante, y murió de un modo brutal y doloroso. Gracias a todo ello, no hay realidad de sufrimiento, no hay problema o dificultad en la que Dios no esté presente para ayudarnos, o nos comprenda, porque él ha pasado por todo ello. Y lo que es más importante, habiendo sufrido, Jesús ha triunfado sobre ello y nos demuestra que el sufrimiento, el mal y la injusticia, no tienen la última palabra en nuestra vida.
Con todo, quizá haya algo de razón en esa decepción que sentimos cuando le decimos a Dios que el regalo de la Encarnación, el tipo de Mesías de Jesús, no era lo que queríamos o lo que más falta nos hacía. Pero, al igual que el niño que pasados los años descubre que aquel regalo que en su día no le hizo mucha ilusión, era en realidad una cosa que le sería útil y práctica, creo que la experiencia de la vida, la profundización en las realidades y misterios que nos envuelven, la oración y tantas otras cosas, nos van haciendo intuir que, aunque no lo entendamos, el mejor regalo que Dios pudo hacernos fue el encarnarse en Jesucristo de la manera humilde y pobre en la que lo hizo.