Pocas cosas hay más ilusionantes que el poder acompañar a los niños mientras abren sus regalos de Reyes o del cumpleaños. Llevan tiempo esperándolos, han escrito una carta o hecho sus peticiones y cuando los abren, su cara se ilumina con una mezcla de emoción, sorpresa y agradecimiento que contagia una sonrisa a todos los que están alrededor. Sin embargo, a veces esta magia no se cumple y, al desenvolver un regalo comprado con ilusión, el niño pone una cara de decepción mientras dice «no era esto lo que quería» o «yo no lo había pedido». Algunas veces esto ocurre porque quien ha hecho el regalo no ha podido permitirse aquello que el niño quería, y ha tenido que comprar una cosa más sencilla. Otras, la decepción viene porque al abrir el envoltorio, el niño se encuentra con una cosa que, aunque práctica y útil, no engancha con sus intereses.

Estirando un poco la metáfora, podríamos pensar que al pueblo de Israel le pasó algo parecido con Jesucristo. Llevaban siglos esperando a aquel Mesías Hijo de David que liberaría a los judíos de la opresión de los pueblos extranjeros y restauraría el Reino de Israel, volviendo a darle un papel importante entre las naciones. Sin embargo, aquel carpintero de Nazaret que predicaba el Reino de Dios no encajó en el molde o en las expectativas del libertador de la patria, poderoso guerrero o rey que sojuzga a los pueblos, que el Pueblo de Dios había elaborado durante años. Y así, los israelitas siguen todavía hoy esperando a aquel Mesías que Dios prometió a sus antepasados.

Nosotros, los cristianos, afirmamos que Jesucristo es el Señor, el Mesías, el Enmanuel. Pero lo hacemos entendiendo que su mesianismo no es algo político o humano, sino que es una realidad mucho más grande. Por medio de su vida entregada por amor hasta el final, hemos conocido cómo es Dios y, por si esto fuera poco, afirmamos que su muerte en una cruz y su resurrección nos han salvado del pecado y de la muerte, dándonos la vida por medio del Espíritu Santo. Sin embargo, aunque afirmemos que creemos todo esto y, en mayor o menor medida seamos capaces de vivirlo, estoy convencido de que también nos pasa como a los judíos, o si se prefiere, como al niño decepcionado ante aquel regalo que no era lo que quería.

Creo que, aunque seamos capaces de alegrarnos por la encarnación y el nacimiento del Niño Jesús en Navidad, dolernos con Cristo en su pasión durante la Semana Santa, y gozarnos con su resurrección en Pascua, muchas veces, en situaciones complicadas de la vida, le decimos a Dios que «no era eso lo que queríamos».

¿Por qué de nuestra decepción? (Seguir) 

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