«Traerán a tus hijos en brazos, tus hijas serán llevadas a hombros» (Isaías 49,22, Isaías 60,4).
En mi tímida experiencia, he descubierto con asombro la densidad que tienen esos minutos previos y posteriores a la celebración de la eucaristía en que la gente viene y va y cruza unas pocas palabras con el cura. Y es curioso: muchas de esas conversaciones mínimas desembocan precipitadamente en los hijos, casi siempre bajo un halo de preocupación. Aquella mujer no ha terminado de saludarte y ya aparece en sus labios esa hija que lleva un tiempo triste y no acaba de remontar. Ese otro hombre te está dando la mano para despedirse y se duele de que su hijo apenas habla con él y de que no terminan de entenderse. Y, poco a poco, tiene uno la impresión de estar rodeado de padres y madres deseosos de recoger a unos hijos que se les han escurrido del regazo. Traen sus nombres a la eucaristía y con sus nombres vuelven, como albergando la esperanza de que otros brazos más fuertes los devuelvan a los suyos.
Con los años, al ir entrelazando estas paternidades y maternidades —a la vez dolientes y confiadas— con mi propia fe, han ido haciendo mella en mí esas palabras que Isaías pone en boca de Dios cuando anuncia la llegada del Mesías: «traerán a tus hijos en brazos, tus hijas serán llevadas a hombros». En ellas va la promesa del Salvador y también el signo de su venida, que ya se está cumpliendo. De muchas formas viene el Señor portando a hombros los hijos de tantos padres y madres que no siempre saben o pueden socorrerlos. Él los lleva en brazos lo mismo como Niño del Pesebre que como Cristo del Calvario. Y lo hace justamente a través del misterio de su Pascua, allí donde también él necesita unos brazos que lo sostengan: los de la Madre en la cuna, los del Padre en la cruz…
Todos esos hijos convergen en el Hijo hecho pan de misa cotidiana. Entonces, la imagen del profeta cobra cuerpo, se hace viva y eficaz. «Este es el sacramento de nuestra fe», proclama el cura; «Ven, Señor Jesús», contestan los fieles. Y, al menos por ese instante, no hay ningún padre sin hijas a sus hombros, ninguna madre sin hijos en sus brazos.