A veces en la hora más difícil aparecen destellos de lo más valioso del ser humano. El pasado 19 de septiembre un terremoto sacudió México. En Ciudad de México se derrumbaron bastantes edificios dejando sepultada a una gran cantidad de personas. La movilización comenzó. Miles de voluntarios se echaron a las calles para ayudar. Jóvenes y mayores haciendo cadenas de rescate, profesionales tratando de poner sus talentos al servicio de las víctimas… Gente peleando, sin descanso, contra el reloj, para intentar sacar con vida a quien aún resistiese bajo esas toneladas de vigas y cemento.

Si habéis seguido las noticias o ecos sobre lo ocurrido, sabréis que a los pocos días había en las redes bastantes artículos donde muchos mexicanos expresaban una mezcla de orgullo, admiración y reconocimiento de algo nuevo. Se habían visto empeñados en una causa común. Se habían reconocido en una generosidad que iba mucho más allá de conveniencias o cálculos, unidos en la tarea de salvar vidas. Se descubrieron sociedad (civil), más familia que bandos, se miraron con más compasión que desconfianza, se sintieron unidos en la necesidad, compartiendo un proyecto, un objetivo, una urgencia que dejaba de lado todos los otros horizontes. Y, aunque también había las tropelías, y las denuncias de costumbre (mala gestión, desvío de fondos, políticos haciéndose la foto, etc), más fuerte que esto era la sensación de comunidad.

Un país que, normalmente, en las noticias, está demasiado asociado a la violencia de los narcos, a la tragedia de esa inmigración incesante hacia el norte, o a la visceralidad en el debate público sobre casi cualquier tema, se reconocía ahora en otra dinámica: la gente normal, los que nunca copan titulares, protagonistas sin nombre conocido, afrontaban la tormenta. El fotógrafo del diario Reforma Alejandro Velázquez capturó en una imagen que se ha vuelto viral la fuerza de esa cadena humana capaz de plantar cara a la adversidad. La foto, de la gente, transportando alimentos para las víctimas bajo un aguacero, es poderosa. La comunidad resiste, se mantiene firme bajo la lluvia, sigue adelante. Porque el fin lo merece.

Es casi paradójico que, en este mundo egoísta, de muros y barreras, de exclusiones construidas por decreto, y de identidades levantadas sobre falsas tormentas, a veces tenga que ser un terremoto, con toda la tragedia que conlleva, lo que ayude a poner algunas cosas en su sitio.

Te puede interesar