Hoy conmemoramos el nacimiento de una de las pensadoras más brillantes de la primera mitad del siglo XX. El 3 de febrero de 1909, nacía en París, en el seno de una familia judía no practicante, la filósofa Simone Weil. Activista sindical firmemente comprometida en la defensa de los derechos del proletariado, no escatimó críticas a la flamante Unión Soviética, surgida de los rescoldos de la Revolución de 1917. Viajó a Alemania para estudiar el contexto que estaba propiciando el ascenso del nazismo hacia el poder. En plena crisis económica, sus convicciones sociales la llevaron a trabajar en las fábricas Renault y Alstom para conocer la precariedad laboral de los obreros. Pacifista convencida, ayudó en tareas de intendencia en la Columna Durruti durante la Guerra Civil española y se escandalizó por las actuaciones de los milicianos. Con la ocupación nazi de Francia, tuvo que refugiarse en la zona controlada por el gobierno de Vichy. Posteriormente, se exilió a Nueva York y, finalmente, a Londres donde colaboró con la France Libre del general De Gaulle. El año 1943 murió a los 34 años agotada, después de una trayectoria vital extenuante.
Tras su muerte, la publicación de La gravedad y la Gracia, una selección de pensamientos extraídos de sus diarios personales, provocó una auténtica conmoción. Sorprendentemente, Dios, la gracia o la cruz formaban parte de las reflexiones de una pensadora que se había definido como agnóstica o, incluso, atea. Poco después, el dominico Joseph Marie Perrin dio a conocer una serie de cartas -recogidas en el libro, A la espera de Dios– en las que Weil revelaba sus experiencias religiosas: en una procesión de pescadores en Portugal, en la Porciúncula de Asís y durante la celebración de la Semana Santa en la abadía de Solesmes.
Su itinerario espiritual sintoniza con el de otras mujeres, Edith Stein y Etty Hillesum, víctimas de esos tiempos tan aciagos marcados por la tragedia del delirio totalitario. Simone Weil es un claro ejemplo de una espiritualidad fraguada en las afueras de la comunidad de creyentes; en el umbral, como diría ella; en el atrio de los gentiles, como planteaba el papa Benedicto XVI; o en las periferias, como reivindica el papa Francisco.
Había buscado a tientas (Hch 17, 27) la trascendencia a través de su sincero anhelo de verdad, de su compromiso en la lucha por la justicia y de la contemplación de la belleza del mundo. Pero sus vivencias más íntimas le permitieron descubrir en el cristianismo un universo semántico que le ayudó a articular su preocupación por el sufrimiento humano. No obstante, acogió la luz inherente en otras tradiciones, convirtiéndose así en una precursora del diálogo interreligioso.
El testimonio de esta autora puede ayudar a quienes buscan el Absoluto a pesar de ser reticentes con la dimensión institucional de la religión. También a quienes, comprometidos en la vida eclesial quieren profundizar en el sentido de la experiencia de Dios, así como a los que exploran vías para compartir su fe en un mundo secularizado.
En resumen, Simone Weil es a la vez una activista comprometida con los problemas de su sociedad, una lúcida pensadora cuyo legado no ha perdido vigencia y un referente espiritual de nuestro tiempo. Su vida resulta profética para el cristianismo del siglo XXI “que será místico o no será” (Karl Rahner).