Un largo viaje hacia la compasión
Hemos dado tanta importancia a la actividad de la mente, a la voluntad y a la inteligencia que nos hemos olvidado del papel de los sentidos a la hora de creer. San Ignacio era gran experto en el tema de la sensibilidad y Adolfo Chércoles, sj comenta: «Accedemos a la realidad condicionados, no neutrales, porque nuestra sensibilidad no lo es. Es ahí, en el mundo de los sentidos, donde nos lo jugamos todo, no en las intenciones ni en la voluntad, ni en los deseos».
La Biblia da claramente la razón a esta argumentación y por eso Isaías reprochaba a los de su tiempo su corazón embotado y que viendo no ven y oyendo no oyen (Is 6, 7). Por eso, cuando Juan dice: «Lo que nuestras manos tocaron del Verbo de la vida, lo que nuestros ojos vieron y lo que nuestros oídos escucharon…» (1Jn 1, 1), está haciendo protagonista del encuentro con el Señor a la sensibilidad, a las posibilidades de nuestra corporalidad, tan descuidadas y olvidadas.
Simone Weil es una de esas figuras que impactan por su capacidad de sensibilidad ante el dolor de los otros. De ella se ha dicho que es uno de los espíritus más radicales de principio de siglo. Esta judía francesa, desarrolla en su breve vida (muere en 1943, a los 34 años) una de las más violentas introspecciones religiosas que se han producido en el ámbito occidental. La han descrito como delicada, enfermiza y un punto histérica. «Al hombre contemporáneo le es necesario pensar la religión –dice Eugenio Trías– porque de lo contrario corre el peligro de que ésta le piense a él, con resultados integristas y sectarios». Pues bien, Simone Weil pensó la religión y puso sus cinco sentidos en ella. Militante de izquierda, estuvo en la columna de Durruti en la Guerra Civil española, trabajó manualmente en una fábrica hasta caer enferma de agotamiento, trabajó en la Liga de Derechos Humanos, dio clases en organizaciones obreras. Y como su compromiso no era sólo intelectual, murió de debilidad, o de tozudez, por empeñarse en vivir con el mismo presupuesto que la gente que tenía un mínimo en Francia en plena Guerra Mundial.
Es interesante cómo narra Simone de Beauvoir su encuentro con ella: «Al saber la gran hambre que había estallado en China, Simone Weil se había puesto a llorar; sus lágrimas me inspiraron más respeto que sus dotes filosóficas. Sentí envidia de un corazón capaz de latir al unísono con el mundo». La primera vez que las dos se encontraron, Simone Weil le dijo que la tarea histórica del momento era la revolución que daría de comer a todo el mundo. La de Beauvoir objetó perentoria que el problema no era dar de comer a los hombres, sino darles un sentido para su existencia. Y sigue contando: «Ella me hizo callar diciendo: ‘Bien se ve que tú nunca has pasado hambre’. Nuestras relaciones se detuvieron aquí. Comprendí que había sido catalogada como una pequeña burguesa espiritualista y me irrité, porque me creía ya liberada de mi clase y no quería ser más que yo misma. En el fondo sentía envidia de no poder conectar así con el sufrimiento de los demás».
Dice Simone Weil: «El dolor extendido sobre la superficie del planeta me obsesiona y me aplasta hasta el punto de anular mis facultades. Y sólo puedo recuperarlas y librarme de esta obsesión si puedo compartir una parte importante de riesgo y sufrimiento».
No se trata de una anorexia a lo divino sino de una sensibilidad invadida. No llegó a bautizarse, pero vivió sumergida en una compasión solidaria extrema que la condujo hasta una identificación extrema con los sufrientes. Y esa fue su experiencia de bautismo.