Uno fantasea siempre con el futuro y con cómo serán las cosas, con cuál será su final o resultado. Lo hacemos desde una edad temprana, cuando imaginamos (o nos preguntan) qué seremos de mayores y, entonces, nos visualizamos a nosotros mismos en tal o cual oficio, haciendo esta o aquella tarea. Y seguimos haciéndolo durante toda la vida, unas veces pensando en dónde viviremos y con quién; otras con cómo serán nuestros hijos (de tenerlos) y cómo los llamaremos, si envejeceremos bien o mal; e incluso algunas veces también fantaseamos con nuestra propia muerte, si será previsible a causa de una enfermedad o repentina, dolorosa o indolora, y en qué sentimientos despertará esta en quienes nos sobrevivan, si es que acaso no somos los últimos.
En nuestra vida se suceden los pensamientos que nos arrancan de nuestro presente, ese espacio de historia concreta que nos toca y que queda circunscrito a un minúsculo territorio donde vivirlo, como dice el poeta Martí i Pol. Y para todos esos pensamientos futuros, imaginados y fantaseados, uno siempre sospecha que esta o aquella situación coincidirá con un momento de plenitud y exuberancia vitales. Así, solemos pensar que cuando seamos padres será porque hemos alcanzado un grado de madurez insólito, que nuestra boda coincidirá con el mejor momento que jamás antes hayamos vivido como pareja, o que en nuestra ancianidad conquistaremos al fin nuestra ansiada libertad. También yo pensaba así al soñar con mi ordenación. «Para entonces mi relación con el Señor será estrechísima», «mi disponibilidad no tendrá límites» o «lo que ahora me preocupa y me inquieta dejará de hacerlo en ese momento»; todas estas cosas y otras me decía.
Sin embargo, ese momento de la ordenación, ahora diaconal y más tarde sacerdotal, ya ha llegado y reconozco con cierta sorpresa que todo sucede en el más anodino de los momentos. Mi relación con el Señor no es mejor ahora que en otras etapas, hay inquietudes que persisten, como también algunas peleas, y mis certezas no han aumentado. Por otro lado, en positivo, mantengo los mismos anhelos, esperanzas, confianza y deseos. A veces, veo amenazada mi serenidad por la misión, porque siguen siendo bastantes las cosas por hacer y son estrechos los tiempos para sacarla adelante. Y algunas tareas, acaso por su urgencia, me ocupan y me preocupan más, hasta llegar a pensar en ocasiones, «ordenarme ahora no me viene bien». Reconozco la aprensión que me generaba el pensar esto, pero ha sido precisamente este pensamiento el que más me ha ayudado a reconocer la presencia de Dios en medio de la ordenación diaconal. Ese sentimiento de inoportunidad, de que tal vez todo esto suceda en un momento importuno e inadecuado, me revela que es Dios quien lleva la iniciativa. Frente al deseo de querer controlarlo todo, de ser yo quien marque los ritmos y los tiempos, el Señor irrumpe en mi vida de nuevo para decirme ‘ahora’, ‘este es el momento’. Y lo hace cuando todavía estoy a medio hacer; mientras mi castidad, pobreza y obediencia siguen en proceso; cuando aún hay mucho que asimilar hasta vivir plenamente con los mismos sentimientos de Cristo.
En apenas unos días seré diácono y lo que hasta entonces era un pensamiento futuro será una realidad. Podrá seguir pareciéndome inoportuno, tal vez me sienta también inadecuado, pero en el fondo sé que ello me libera de confiar únicamente en mis fuerzas para así poner en Él sólo la esperanza.