Si hablo de esto, es porque quizás carezco de ello, por eso cada día lo valoro más. Y que conste que cuando me refiero a la elegancia no hablo de marcas ni de pijerío, no va por ahí la cosa… Me refiero a ese modo de estar que tienen algunas personas -y lugares-, que transmiten un algo especial. Se ve en la armonía del vestir, del moverse, del comer y, por supuesto, del hablar, entre otras cosas. Es la conjugación de los sentidos, en el tiempo y en el espacio. Que se adecuan a la circunstancia y que remiten a una unidad -algo muy propio del extremo oriente- con el conjunto de la realidad y a la coherencia entre el ser, estar y parecer, y que aúnan lo visible con lo invisible. E insisto, esto se consigue con muy pocas cosas, porque el paso hacia lo hortera es muy fácil… Se ve y se transmite, aunque a veces sea difícil explicar el cómo.
Quizás en un tiempo como el nuestro, donde se confunde la libertad con la excentricidad, lo bonito con lo caro y lo cutre con lo austero, sea oportuno recuperar la autenticidad del ser. No solo en la coherencia entre gestos, discursos y palabras, por supuesto, que se evidencia con el tiempo. Una autenticidad que tiene que ver con la carcasa física donde se aposenta el alma, que de alguna forma se ha de manifestar. Al fin y al cabo, la cara es el espejo del alma, y lo visible es puerta para lo invisible.
No podemos olvidar en ningún caso que la experiencia estética también es un camino hacia Dios. Y más en este tiempo, donde se da tantísimo peso a la imagen. San Ignacio, en los Ejercicios Espirituales, asocia claramente la fealdad al pecado, y su contrario. La belleza, no lo olvidemos, es un atributo de Dios. Por tanto, no tengamos miedo a cultivar nuestra dimensión estética para llegar a lo divino, si esto es sinónimo de autenticidad y de coherencia entre nosotros, la trascendencia y la realidad.