Lo confieso. Empiezo a echar de menos la capacidad de discutir. Y antes de que cualquiera se ponga a puntualizar y decir que no hay que discutir, sino dialogar… me reafirmo: ¡A veces hay que discutir! Yo soy el primero que he defendido y defiendo el diálogo como camino hacia el encuentro –tan necesario hoy–. Pero también quiero defender la discusión como forma de sostener el desacuerdo (que no necesariamente desencuentro). Ya no sabemos discutir. Estamos perdiendo la capacidad de disfrutar de verdad con un buen debate, con una controversia intensa en la que yo defiendo una cosa y tú la contraria. En la que no se pretende llegar a un punto común, sino convencerte –o demostrar la razón con mis argumentos–. Y, ¿por qué digo que estamos perdiendo esa capacidad? Porque hoy en día demasiadas personas terminan convirtiendo la discusión en algo personal, que más pronto que tarde deriva hasta el ataque, el insulto, la incomodidad con el otro o la descalificación: Si defiendes esa opinión es que eres… (un talibán, una fascista, un ignorante, una infantil, un chiflado, una loca), y así hasta la extenuación.

Justo por eso dejamos de discutir de política, de religión, de deporte, de educación… porque lo volvemos todo personal. Porque parece que el desacuerdo implica enemistad. La prueba es que hay gente que se enfada hasta por qué series les gusta a cada quién –cuando es evidente que para gustos hay colores–. Pero qué bien sienta una buena discusión para defender que Friends es insuperable. Y es que hay infelices que aún lo dudan.

 

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