Lo han publicado los periódicos con ese punto de incredulidad que los periodistas concedemos a todo lo que no hay manera de confirmar. Ya saben aquella proclama de las viejas redacciones estadounidenses, tan puntillosas en el contraste de la información: «Si tu madre te dice que te quiere, verifícalo».

Un programa de inteligencia artificial (IA), el modelo GPT-3 que emplea aprendizaje avanzado para asemejarse lo más posible a la escritura humana, ha dado la respuesta al sentido de la vida. ¡Hala! Dicen las agencias de noticias que el programa de inteligencia artificial bebió de la Biblia, la Torá, el libro de Lao Tsé, el Corán y el Libro de los Muertos del Antiguo Egipto en un experimento de sincretismo religioso inédito. La amalgama de textos espirituales ha dado una respuesta algo decepcionante. O estimulante. Según como se quiera ver.

El programa de inteligencia artificial ha sido lo suficientemente inteligente –valga la redundancia– como para no pillarse los dedos con ninguna definición que pudiera identificarse con alguna tradición espiritual en concreto, dejando abierta la posible interpretación a gusto de quien lo lea. Algo así como un mínimo común denominador de la trascendencia, la razón canónica que aprendíamos (ignoro si se sigue haciendo) a calcular en Primaria: «Si buscas el sentido de la vida, nunca lo encontrarás, porque el sentido no viene de fuera, viene de dentro. Pero en busca de sentido encontrarás el amor, amigos, paz y armonía; y todo esto no tiene nada que ver con vuestras circunstancias, pues se encuentra en tu mente». Todo como muy de énstasis, de vaciamiento y concentración de la mente, lo contrario del éxtasis místico cristiano que busca la unión con la divinidad.

«Permítete crear amor y déjate llevar», avanza el programa de AI y esa expresión recuerda vagamente al Agustín de las Confesiones: «Ama y haz lo que quieras». Y remata el programa de inteligencia artificial algo más cerca de la tradición cristiana que tiene a la caridad como virtud más elevada, a decir de Pablo: «Es algo natural cuando realmente te abres y te pones en contacto con tu ser interior. El sentido de la vida es el amor».

La conclusión es inevitable. A Dios, que es amor, no lo puede descubrir la inteligencia. Ni humana ni artificial. El encuentro con la Persona que da sentido a la vida del cristiano no pasa por la cabeza sino por el corazón. San Juan de la Cruz lo expresó de manera insuperable en Llama de amor viva: «¡Cuán manso y amoroso / recuerdas en mi seno / donde secretamente solo moras, / y en tu aspirar sabroso / de bien y gloria lleno, / cuán delicadamente me enamoras!».

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