Este último verano pude compartir y disfrutar de una semana en Taizé. Más allá de los buenos momentos allí vividos, que quedan como memoria agradecida, y de las relaciones tejidas, puedo decir que esa semana en Taizé ha sido una de esas experiencias que no pasan sin más por ti, si no que dejan pozo y que te invitan a una pequeña conversión.
Muchos días me salta a la mente esa iglesia de Taizé, y más concretamente ese momento previo a la oración en el que el sonar de las campanas nos convocaba a rezar en comunidad; ese recuerdo de vernos a todos acudiendo a la iglesia y ver como poco a poco esta se iba llenando. Y esta imagen me viene no solo como recuerdo, sino también como certeza de que hoy también hay personas que en esos tres momentos de oración –al comenzar el día, a mediodía y al caer la tarde– van a la iglesia con un deseo de encuentro con Dios y con todos los que allí se reúnen. El saber que allí siempre hay una comunidad, más grande o más pequeña, que para y ora, quizá, es mediación para mí para descubrir el sosiego y el sostén que da la oración de otros y saber que esa oración nos hermana en Él.
Y junto con esto que se me regala, la gran invitación que sigo recibiendo hoy es la de vertebrar yo también mi día con la oración. Una oración que siento que no necesita de mucho, pero sí, de un momento de detenimiento para disponer el corazón y decir con sinceridad: «juntos andemos, Señor», una oración, al fin y al cabo, que quiere ser encuentro que me envié al resto de la vida.



