No sé si lo habré dicho alguna vez por aquí: siento debilidad por Santa Teresa. En consecuencia, siento debilidad por las Carmelitas Descalzas y, de entre todas ellas, siento debilidad por la comunidad cuyo convento está en un pueblo cerca de donde vivo. Con ellas comprendí que la vocación de clausura tiene su sentido y su razón de ser.

Sin embargo, hablando un día con una amiga teresiana, descubrí otra luz acerca del sentido de la vocación de la vida de clausura. Me dijo que, entre sus rezos, su silencio y sus vidas calladas, Dios encuentra su descanso. Aquello me llegó al corazón. Nunca había imaginado que Dios pudiera necesitar un sitio donde descansar y pensé que poder ofrecérselo era lo más hermoso que se podía dar al Señor.

Desde entonces, alguna que otra vez he querido ofrecerle a Dios mi oración como lugar donde Él repose. No sé si encontrará un respiro entre mis palabras, porque, al final, siempre ando mareándole con mis cosas. Pero alguna que otra vez le he hecho un hueco en el cojín sobre el que hago mis oraciones y hemos estado ahí los dos en silencio. Y en esos minutos he descubierto otra maravilla más de la oración: que, a pesar de mi debilidad y mi pobreza, soy también la posibilidad de ser hogar para el Señor. Soy la casa de Lázaro, donde habitan la Marta del ajetreo y la María de la contemplación; soy los cabellos de la pecadora que le lava los pies; soy el séptimo día de la Creación en el que Dios descansa, y soy también un rinconcito del hogar de Nazaret donde María dulcemente acunó tantas veces a Jesús en sus brazos. Y solo me sale decir «¡aleluya!».

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