Puede que no haya nada más doloroso para una persona que la certeza de haber hecho daño a alguien querido, el remordimiento de conciencia o la sensación de haber pecado gravemente. Aunque el mundo ha perdido la conciencia del pecado, no por ello ha desaparecido. Mucha gente en nuestro mundo –y más cerca de lo que parece– vive presa del pecado, tanto del recibido como del propiciado, y es que no hay nada más complicado que el perdón, sobre todo a uno mismo.
En nuestra experiencia cristiana es fundamental sentirse pecador. Si te fijas, así comenzamos la misa. Pero no es por flagelarse, es simplemente para reconocer que Dios es más grande y que necesitamos de Él. La gente que se cree fuerte nunca pedirá ayuda, solo desde nuestra fragilidad nos podemos abrir a algo más grande. Pero en este tú a tú con Dios, es Él quien tiene la iniciativa. Una mano tendida siempre para volver a casa.
No es exagerado afirmar que hay pecados que nos persiguen como fantasmas y que solo Dios nos puede perdonar, porque nos hacen tanto daño que nosotros mismos no podemos. Y es ahí cuando se nos abre la vida, como le pasó a san Agustín, a san Pablo o al propio san Ignacio de Loyola, que nos convertimos, que nuestra vida cambia y en vez de atarnos a nuestros pecados nos convertimos en colaboradores de Dios, haciendo que nuestras obras ayuden a salvar a otros.
El perdón de los pecados no es una estrategia para controlar las conciencias como se creen algunos. Es la oportunidad para reconciliarnos con otros, superar nuestros propios errores y fantasmas y abrirnos a la vida en vez de quedarnos aferrados a la muerte. Es la oportunidad de que Dios nos diga que sigue confiando en nosotros.